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Vivan los camareros

En España, sin duda, los más desarrollados son los andaluces, capaces de recordar la lista de los reyes godos de los desayunos de cada cual

Chapu Apaolaza
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La medida de toda sociedad son sus camareros. Ojalá un índice mundial de camareros. En España, sin duda el más desarrollado de todos es el andaluz, que es capaz de recordar la lista de los reyes godos de los desayunos de cada cual, cuando uno se pide un manchado templado descafeinado con una tostada con pringá, y el otro un corto de café calentito con media con mantequilla y york, y otra media de roquefort. Y recuerda que la media de roquefort era la de arriba. Vivan los camareros del Nasdaq de los pintxos de Donosti -Javi y Teo en la barra del Gambara-, Marcelo de la Mandarra en Pamplona camarero roedor que un día nos contó que era sordo y ya no.

Viva la España del ‘Oído Cocina’, de los buscavidas como de Fernando Quiñones en las barras de papel de estraza de las tabernas de Cádiz, de Tomás del Manteca con esos brazos como botavaras, de Juan del Adobo que me preparaba fritas las mojarras de mis días buenos de pesca junto a la muralla de San Carlos, de los sordos profesionales de los clubes para ejecutivos de Madrid y de los puertas africanos de los baches de neones de la carretera de Extremadura –tangas, garrapiñadas, medias de rejilla, cocaína y benjamines de cava- en los que al cerrar la persiana siempre aprieta la nostalgia y suenan los boleros.

Vivan los camareros distantes y lánguidos que ponen sobre la plancha los cruasanes con ademán metodista, los tipos perdidos en vórtices del espacio-tiempo que derraman el café con leche en los bares de las gasolineras, los chavalotes tatuados de los gastrobares que van de tu coleguita, los camareros chinos de los bares de chinos de Valencia que no saben ni decir buenos días en castellano, los vampiros nocturnos con capa castellana de los desguaces del Barrio de Salamanca, los de la pajarita, los estudiantes mazados, las diosas doradas del Opium de Madrid, que huelen a Chanel desde el otro lado de la línea Maginot de la barra, y sonríen a medio camino entre Boticelli y Jeff Koons. Vivan César de La Tienta de Madrid, Emilio del Sakon del Boulevard y Hassan del Cambalache de Cádiz, vivan el camarero de la Taberna del Traga de Sevilla que cuando el ama de cría entraba en el baño con los niños, al salir preguntaba que cuánto se debía. Viva también ese camarero del Café Gijón que al tomar nota se cura en salud y advierte de «si el caballero sabe lo que cuesta en esta casa un pincho de tortilla». También Ana Cristo del Madison de Cádiz y Clemente de Chicote, que le hacía los cócteles a Manolete y ahora paladea el wisky con hielo de su vejez temblorosa en la esquina del Averías de Ponzano. Vivan los tipos de Pepe el Guarro del Barrio del Pilar que clasifican los culos de las señoras y gritan ‘¡Boooooote!’ como si hicieran sonar la sirena de un portaviones. Viva un chaval clavadito a Clark Gable que sirve en la barra del Pimpi de El Palo, donde la gente se acoda como si se montara en una nave Discovery. Una de las ciencias del camarero es distinguir al borracho del estúpido y a todo esto, Pablo Iglesias se queja de que Europa nos condena poner copas a los turistas que vengan de las zonas más ricas. Yo creo que en las barras hay más dignidad que en la política.

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