Nao Albet e Irene Escolar, en una escena de «El público»
Nao Albet e Irene Escolar, en una escena de «El público» - ROS RIBAS
CRÍTICA DE TEATRO

«El público», de Federico García Lorca: raíces profundas

El teatro de La Abadía presenta una nueva producción de la obra dirigida por Álex Rigola

Madrid Actualizado: Guardar
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Al fondo de esta obra compleja, anticipadora, de enigmática belleza convulsa, se adivina la mirada curiosa y sobrecogida del niño que fue Federico García Lorca, cuyos recuerdos infantiles tiritan bajo el caudal de poderosas imágenes por las que respira «El público». La mirada de ese niño es atrevida y recóndita, la de alguien que, pese a su inocencia, adivina que hay cuestiones que no deben ser formuladas, aunque a veces vuelen como un pájaro temeroso obligado a cantar en sordina. Hermoso y dificilísimo texto en el que poeta se sumergió en busca de las más profundas raíces para luego bracear hasta la superficie sosteniendo entre los dientes un oscuro pez asombrado, terrible, dolorosamente hermoso, con la brasa inquietante de lo desconocido temblando en los ojos.

«El público» ****
Autor: Federico García Lorca. Dirección: Àlex Rigola. Espacio escénico: Max Glaenzel. Iluminación: Carlos Marquerie. Vestuario: Silvia Delagneau. Intérpretes: Pep Tosar , Nao Albet

El autor era consciente de las dificultades de una obra que exploraba nuevas vías de la teatralidad rompiendo con la lógica convencional de las palabras y con los límites preexistentes entre realidad y ficción, buscando ese hondo teatro bajo la arena enfrentado al teatro superficial. Un trabajo que evoca a Shakespeare y Calderón, y, abordando temas universales como la vida, el amor y la muerte, recoge la herencia insurgente de las vanguardias y profetiza otras indagaciones: la crueldad sonámbula de Artaud, los laberintos existenciales de Beckett... Y, sobre todo, se interna en el territorio hirviente de las pulsiones sexuales y explicita con valentía desafiante su inclinación por lo que llamó el amor oscuro.

Todo este turbión de poesía y pasiones lo sirve Àlex Rigola en una puesta en escena sólida y densa, de belleza tenebrosa, atenta siempre a subrayar el peso de lo simbólico, con aciertos como ofrecer en su animalidad esencial, o sea, desnudos, a los caballos que representan la sexualidad atávica y desinhibida. Imponente el espacio escénico de Max Glaenzel (un mar de arena negra circundado por un telón de filamentos brillantes) y espectacular la iluminación de Carlos Marquerie. Formidables también las interpretaciones del largo elenco, de la trémula Julieta encarnada con desarmante vehemencia por Irene Escolar al sobrio y enfático prestidigitador de Juan Codina, el Gonzalo vibrante de David Boceta o el ambiguo Hombre 2 de Jesús Barranco.

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