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La mujer de Angrois

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Amaneces en un vuelo que cruza España camino de Santiago en una madrugada de verano con las tripas congeladas y una cifra estampada en la frente. Van 77. Ya son 80. Has pasado una noche de mierda sin terminar de dormir ni de despertar. En total han sido tres horas y media. Media durmiendo y tres rodando en un vagón dejándote los pómulos de los sueños en las ventanillas rotas. Y no dejas de verla a ella, llevada en volandas entre la urgencia y la cautela sobre los brazos de los voluntarios que caminan sobre la incierta grava de las traviesas, mecida como una talla de un imaginero demente. Tiene los años como para que algunos ya la comenzaran a tomar por una anciana y está manchada de sangre. Con la mano derecha, prende su ropa a la altura de la cintura.

Entonces recuerdas cuando Elena la vio en la pantalla de la televisión y dijo la frase de la noche: «Dios mío, esa mujer se está sujetando los pantalones». Esa era quizás la mejor crónica que había hecho nadie del accidente. Al margen de los tópicos, de las sentencias grandilocuentes, del ir y venir de hipótesis y ese macabro baile de muertos, no había nada que explicase mejor la desnudez brutal del accidente que aquella mujer en su camilla tomando con las yemas de sus dedos la última brizna de su dignidad arrasada, su rescoldo de vida robado al hierro retorcido y al fuego.

Entonces no puedes dejar de pensar en ella y de los curiosos caminos de las personas de sentirse humanos. Aterriza el avión cargado en sus entrañas de ordenadores y cámaras de televisión. La ves detrás de las casas y por entre las zarzas de la zona cero de Angrois que revuelve las tripas de tu ayuno. Tienes que trabajar, pero darías cualquier cosa por entrar a verla al hospital. Por lavarla y abrazarla y decirle que sientes que fuera ella la que tuviera que recordarte la extrema debilidad de la vida que transitas esperando que llegue el viernes, sin ver, ni sentir, sin casi mirar las maravillosas vistas del mundo, fustigando la cola de este fenomenal cometa que es la vida hasta un segundo antes de viajar sobre una tabla sujetándote los retales de los pantalones.