COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL

ADIÓS, SAN MARTÍN

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En apenas dos meses, Sor Concepción me enseñó a leer con una cartilla muy vieja llena de letras rojas y negras y un forro de papel de empapelar. Yo era muy pequeña, pero demasiado mayor para aquella clase de maternales, que en el patio se juntaba con los niños de Sor Melchora desfilando como un pequeño ejército de lo políticamente incorrecto y por eso me pasaron pronto al colegio nuevo. Allí, con Sor Josefa, me gané todas las estampitas de santos -aún conservo muchas- por contestar siempre la primera. Y mientras seguía siempre contestando la primera, fui creciendo y trepando -aquellas escaleras que siempre me parecieron demasiado modernas para un colegio- por el árbol de la vida. En San Martín aprendí a medir con la misma vara los aciertos y los fracasos, aprendí que la constancia, el esfuerzo, la disciplina, la lealtad y el trabajo son las únicas herramientas para edificar un futuro que entonces me parecía que nunca sería pasado. Y aprendí a conjugar la amistad, y a sumar risas, y a restar importancia a las cosas que no la tienen. Y fueron las monjas quienes me lo enseñaron, sin pellizcos ni tortazos, sin rosarios ni letanías, sin infiernos ni condenas. Nunca me llevé demasiado bien con ellas, lo reconozco, porque siempre estuve un poco asilvestrada para el gusto de la época. Pero no hay día que no me acuerde de aquellas monjas que navegaron con generaciones enteras de niñas y que ahora abandonan el barco. Ya no existe mi colegio, ni existe ya mi Instituto, ni siquiera mi Facultad, convertidos hoy en otras cosas, por obra de eso que llaman progreso y que no es más que extraviar las referencias del pasado convirtiéndolas en historia. Lo malo es que soy la memoria de un pasado tan reciente que ni siquiera es historia, sino tristeza.