Milagros Izquierdo, profesora de Filosofía en el IES Seritium de Jerez, durante una de sus clases, acompañada en el aula por Helia, su perro-guía. :: JAVIER FERGO
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Mila mira la vida

Imparte clases de Filosofía en el IES Seritium de Jerez, al que acude acompañada de su perro-guía, Helia Milagros es una de las tres profesoras ciegas de Andalucía

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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Dice Mila, con una seguridad absoluta, que lo importante no son las cartas que te tocan en la vida, «sino saberlas jugar». De pequeña la suerte le brindó una mala mano. Su madre murió pronto, su padre cayó enfermo y a ella le diagnosticaron retinosis pigmentaria. «Es una especie de suicidio programado de las células responsables de la visión». Hiciera lo que hiciera, pasara lo que pasara, un día se quedaría ciega. Mila lo cuenta de carrerilla, sin margen para el melodrama ni asomo de autocompasión. «Lo importante no son las cartas....» En su boca no suena a frase hecha. Se trata de toda una declaración de guerra: guerra a la fatalidad, al destino obvio y a la tentación de rendirse; guerra a la incomprensión de algunos y al paternalismo inoperante de la mayoría; guerra, también, a sus propias limitaciones, cuando las tiene.

Mila es ciega, ya está dicho, pero la ceguera no es la única condición que la define. Mila es obcecada, inteligente y luchadora. Se expresa con agilidad y tiene un humor ácido, a veces corrosivo, que encandila a sus alumnos. Mila es profesora. Una buena profesora que no necesita ver la pizarra para explicar las complejidades de la dialéctica hegeliana o la ignorancia tramposa de Sócrates. Mila es dura, inquieta, inconformista y valiente: «No me importa salir en el periódico y que la gente diga 'uy, qué curioso, una ciega que da clases de filosofía', pero sobre todo no me importa porque quiero que esa misma gente sepa que no ha sido fácil para mí, y que aún está siendo muy difícil para alguno de mis compañeros invidentes que aprobaron oposiciones en Andalucía».

Porque Mila admite que ha tenido suerte en el IES Seritium de Jerez, pero ésa no es la norma: «Conozco a una chica como yo a la que los estudiantes le hicieron la vida imposible y, lo que es peor, a la que el equipo directivo del centro en el que trabajaba, también aquí, en la provincia, la rechazó desde el primer día». «Se dio de baja por ansiedad, y cuando fue al tribunal médico a formalizar la situación uno de los miembros de la mesa le dijo que no hacía falta que diera explicaciones, que bastantes motivos tenía ya para estar deprimida sólo por el hecho de ser ciega. Indignante, ¿verdad?».

Así que Mila acepta contar su historia, que se ponga el acento en la anécdota, en las particularidades de sus clases, en la 'rareza' del caso, siempre y cuando el periodista subraye que la pelea sigue en marcha, que hay un fondo real y doloroso en todo esto, y que haga lo posible porque el texto no se quede en una mera relación de 'simpáticas' curiosidades, sin más objeto ni intención que entretener un rato la mañana del domingo con las peculiaridades y extrañezas de las vidas ajenas.

Los lectores querrán saber, por ejemplo, cómo se las apaña una profesora que no ve a sus alumnos para mantener la disciplina. «Yo no estoy de acuerdo con Rousseau, no me creo eso que el hombre es bueno por naturaleza, sino más bien soy de la opinión de Hobbes, así que doy por hecho que si los jóvenes pueden aprovecharse se aprovecharán, aunque ya digo que con estos estudiantes del Seritium he tenido mucha suerte».

No les resultará sencillo, en cualquier caso, jugar al engaño. Mila los sentó el primer día por orden alfabético, y en el aula no se mueve nadie sin que la profesora pregunte de inmediato: «¿Quién se ha levantado?» Su intuición, su memoria o su capacidad auditiva, más allá del tópico, resulta sorprendente. Basta un cuchicheo en la última esquina de la clase para que Mila sepa quién anda perdiendo el tiempo. «Te quedas de piedra», dice Francisco José Becerra, uno de los chavales que, antes de conocer las facultades de la 'profe', intentó cambiarse de sitio sin permiso.

Para intervenir en clase, evidentemente, no vale con levantar la mano. Hay que pedir la palabra. Durante los exámenes, la profesora cuenta con vigilancia extra, «aunque ya les dije que Helia está entrenada para detectar chuletas». Helia, una perra mezcla de labrador con goldem que continúa tumbada a los pies de su dueña, sobre una esterilla, ejerce de guía, pero entre sus múltiples cualidades «no está la de rastrear espabilados... por ahora», bromea. «Puedo dar clases con cierta normalidad, aunque tengo que imponer mis propias normas y buscar formas de comunicación distintas a las visuales. Cuento con el refuerzo de la retroalimentación, les pregunto constantemente si entienden lo que les estoy explicando, y eso también me sirve para mantener la tensión y que estén siempre alerta». Ahí, y en el detalle de que no es Mila quien pasa lista, sino el delegado, porque «el aparatito que nos pasó la Junta no está adaptado», acaban las particularidades del método.

Hay otros aspectos, al margen de estos avatares cotidianos, que resultan igualmente admirables, y que tienen que ver sólo relativamente con el hecho de que Mila sea ciega: algunas lecciones extraordinarias que sus alumnos, y también los lectores, deberían aprender. Que trabajó durante años como orientadora laboral, sin ir más lejos, mientras que por las tardes se preparaba las oposiciones de Filosofía. Que esperó siete años para obtener una plaza. Que Mila, a pesar de todo, mira la vida con un optimismo a prueba de bombas. Que nunca ha perdido la alegría.