Tribuna

Algo positivo de la crisis

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Los tiempos de crisis son terreno abonado para catastrofistas y apocalípticos de todo cuño. Con ocasión de la de 1929, por ejemplo, muchos valoraron la gran depresión como el final de una civilización basada en el capitalismo liberal. Igualmente ahora se augura el fin del capitalismo y, en definitiva, de nuestro modelo de sociedad, pero recurriendo más a argumentos que huelen a viejo, sin el esfuerzo teórico y la creatividad práctica que permitiría atisbar un modelo alternativo. Sin embargo, defiendo que hay razones para la esperanza.

En España la crisis nos está afectando psicológicamente más que a otros pueblos, ante la evidencia de que está en peligro nuestra recién adquirida prosperidad. Como nuevos ricos, creíamos que la bonanza era fruto de nuestra mera condición de europeos y no resultado del esfuerzo y la productividad. Y así, jugamos a ser suizos, pero sin cambiar nuestros modos de trabajar, que siguen siendo menos competitivos y constantes que los de nuestros vecinos del norte. El espejismo de un enriquecimiento rápido nos hizo creer que podíamos aspirar a cotas de bienestar semejantes a las suyas con menos dedicación y más velocidad.

La situación actual es dramática para muchas familias con todos sus miembros en paro o con sus proyectos empresariales condenados al fracaso y el endeudamiento, pero precisamente por ello éste es el momento de sostener la mirada, poner las cosas en su justo contexto y pensar que, muy probablemente, las dificultades sean graves pero temporales. Todas las crisis pasan, y que duren más no significa que no tengan remedio.

Parece, eso sí, que ya nada será como antes y que el tipo de prosperidad que conocimos en los 90 se ha ido para no volver. Durante la década prodigiosa, varias circunstancias se confabularon para que alcanzáramos niveles de crecimiento económico hasta entonces desconocidos entre nosotros. Esa coyuntura ha pasado, definitivamente: en un marco económico global liberalizado, el mercado está poniendo a cada uno en su sitio, según su fuerza. Como suministradores de mano de obra no cualificada no tenemos futuro alguno, a menos que volvamos a los niveles de precios y salarios de los setenta. Si queremos -y ésta no es una pregunta baladí-, mantenernos al nivel de nuestros vecinos del norte hemos de ofrecer alguna ventaja cualitativa en nuestros productos y en nuestra fuerza laboral, asunto que está íntimamente ligado a la calidad de nuestro sistema educativo, lo que complica extraordinariamente la cuestión.

Con todo, no quiero renunciar a pensar que esta crisis tendrá un efecto moral positivo sobre nosotros, los españoles, que como sociedad caímos colectivamente en los tentadores brazos de un materialismo excesivo. España necesitaba un cambio de rumbo hacia un modelo de consumo diferente, que utilice los recursos siempre escasos de manera eficiente y equitativa. Nos prometieron y nos creímos que habría una parte enorme del pastel para todos y eso es imposible, porque la tarta es limitada. Va siendo hora de que encaremos la verdad: que debemos comer un pedazo menor para que alcance a todos, que nuestros actos de trabajo, ahorro y consumo no son conceptos neutros que gobiernan fuerzas económicas externas, sino comportamientos que tienen repercusiones sobre los demás y que están necesitados de ética personal.

La pérdida de prosperidad servirá, además, para poner a prueba la estabilidad de nuestro sistema político, íntimamente ligada a aquella. Hasta ahora, ha sido relativamente fácil pedalear cuesta abajo: pero lo difícil es remar contra corriente. La joven democracia española necesita de la prueba de fuego de un grave trastorno económico que mida su madurez y su propia idea de progreso. Las crisis pueden avivar lo peor o lo mejor de nosotros. Decimos que en la adversidad es cuando más nos conocemos a nosotros mismos, a la familia, a los amigos. También la democracia se conoce en los tiempos difíciles, y sus ciudadanos, y sus líderes, y sus instituciones.

Veamos una ocasión para desmontar presupuestos falsos e inmorales, para reconstruir. Históricamente los españoles hemos actuado como pueblo mejor ante la dificultad, cuando se nos apretaba desde fuera sobre todo, que en situaciones de bonanza.

Pensemos también en el tanto de culpa que posiblemente todos tengamos. La responsabilidad de todo lo que nos está pasando no puede recaer cómodamente en nuestros gobernantes, ni en una clase social, ni mucho menos en un hombre concreto. Con la crisis al cuello es muy español pedir responsabilidades, pensando que los errores son siempre de otro.

Platón reprochó a Pericles que tras la muerte de éste los atenienses no fueran mejores que antes. Salvando las distancias y revolviendo el argumento, lo mismo podríamos preguntarnos los españoles hipotéticamente respecto a Zapatero: después de él ¿seremos mejores como pueblo y como sociedad? Nuestro actual presidente del Gobierno ha contribuido en mucho, con su frivolidad e inconsistencia intelectual y política, a complicar la situación en que nos encontramos, pero no nos engañemos, en el fondo el problema somos nosotros mismos. Y si la raíz somos nosotros, no lo es sólo como problema, sino también como esperanza.