El Livingstone que entró en Ujiji era un hombre abatido, hambriento y enfermo de disentería que anhelaba desesperadamente información del mundo exterior, un mundo que, después de tres años de ausencia de noticias sobre el ya anciano explorador, albergaba los más negros presentimientos sobre su suerte. África se lo había tragado, literalmente. Livingstone era enormemente popular y el temor de que hubiera muerto conmovió a la opinión pública anglosajona. A tal extremo que un diario norteamericano, el New York Herald, dando un formidable golpe periodístico, decidió enviar en su búsqueda a su periodista más diligente y audaz: Henry Morton Stanley.
Ujiji, la ciudad más antigua del oeste de Tanzania, asentada en las orillas del lago Tanganica, era entonces una aldea de cierta importancia a cuenta de la lucrativa actividad de los árabes esclavistas, de los que Livingstone, tras la carnicería perpetrada en Nyangwe, se había jurado no volver a aceptar nunca más ayuda alguna, por caritativa que ésta resultase para él. Y fue aquí, en la calurosa mañana del 10 de noviembre de 1871, donde Stanley dio con su paradero, antes de saludarle con la que, sin duda, es la frase más célebre y comentada en los anales de las exploraciones africanas: “El doctor Livingstone, supongo”. Gran Bretaña y el resto del mundo civilizado no tardarían en recibir con alivio la buena nueva de que su venerado héroe se hallaba vivo en el corazón de África.







