«La banalidad del acoso escolar»

Enrique A. Fonseca relata en un artículo su experiencia como víctima de «bullying»

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Diego tenía 11 años cuando se suicidó: no podía soportar un día más en un colegio donde sufría palizas a diario. Escribió una carta de despedida a sus padres de la que se han hecho eco los medios y gracias a eso todos hemos recordado que existe una cosa llamada «acoso escolar». La padecen miles de niños a diario pero hace falta que un chaval se tire por la ventana para que los adultos dejen de pensar que es normal.

En mi caso, tenía 14 años cuando cuatro compañeros de clase me aplastaron la columna contra la repisa de una ventana. Hay pocos dolores tan intensos como el que produce una esquina clavándose entre dos de tus vértebras. Imagínense eso mismo tres veces al día.

De lunes a viernes. Durante dos años.

Aparte del dolor físico está el emocional. El sentirte como una «nenaza». El aguantar las lágrimas delante de tus padres porque «los hombres de verdad no lloran». Y la sensación de impotencia cuando denuncias lo que te pasa y la respuesta que recibes de tus profesores es «¡Oh, venga! ¿Por qué siempre te pasa a ti?».

En realidad, esa es la clave del «acoso escolar»: que siempre te pasa a ti. No se trata de «peleas de chicos», sino de palizas sistemáticas a una persona concreta. Siempre la misma. Como me explicaría años más tarde uno de mis acosadores—uno que me pidió perdón—«me cebaba contigo para evitar que me pegaran a mí». Y ¿saben qué? Tuve que darle la razón. En el fondo, había hecho lo mejor que podía haber hecho: sobrevivir.

Todos sabemos que en el colegio se aprende algo más que matemáticas o lengua: se aprende a vivir en sociedad. Las aulas son una reproducción a escala del mundo adulto. En este microcosmos, los profesores son los jueces y la policía a la vez. Establecen un marco de convivencia y lo hacen cumplir. Por eso pueden poner castigos, dejar a los niños sin recreo, obligarles a quedarse un par de horas a la salida de clase o incluso expulsarles del centro educativo.

Sin embargo, cuando esa autoridad se comporta al estilo de la policía mexicana, mirando para otro lado para evitarse problemas, se genera un entorno salvaje. Quitarle importancia a las denuncias de los estudiantes o no castigar efectivamente a los acosadores sólo sirve para construir una comunidad como la que describía Hanna Arendt en su «informe sobre la banalidad del mal». Cuando un grupo o individuo es agredido de forma sistemática y nadie lo censura, la inmoralidad se convierte en norma social. Así es como la gente normal, inicialmente pacífica, termina practicando la violencia por pura convención. En el tema que nos ocupa, todos los chicos terminan asumiendo que hay que pegar al «pringado» de la clase: unos porque sí, otros por no quedarse atrás y otros por evitar convertirse en víctimas.

Podemos debatir sobre la responsabilidad que se le puede exigir a un niño o un adolescente. Habrá quien diga que aún está en proceso de formar su sentido de la ética: otros pensarán que debe aprender que los actos tienen consecuencias. Pero nadie puede negar que un adulto tiene deberes. En un aula, el único adulto presente es el profesor. Y se le paga para que forme a ciudadanos. El padre, la madre o los famosos que salen por la televisión pueden transmitir valores, pero no hacerlos cumplir en la clase.

No nos olvidemos que el lugar al que Diego no quería volver era el colegio, no su casa.

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