Crítica de «Sinónimos»: El pueblo deselegido

Esta película ganó el Oso de oro en el Festival de Berlín, pero no es eso lo que más sorprende al verla

Tom Mercier y Louise Chevillotte, en un fotograma de la película ABC
Oti Rodríguez Marchante

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Esta película ganó el Oso de oro en el Festival de Berlín, pero no es eso lo que más sorprende al verla: lo más asombroso es que su director, el israelí Nadav Lapid , pretende hacer pasar por sutileza crítica y finura argumental un tosco mensaje fiscalizador y lleno de enloquecida simbología contra su país de origen, Israel, que absorbe toda la batería de sinónimos (todos improperios) que se le ocurren a su personaje protagonista, un joven israelí, Yoav, ex militar que se instala en París y que decide extirparse todos sus gérmenes de procedencia.

Las intenciones argumentales de Lapid (de quien se estrenó hace unos años la desconcertante «La profesora de parvulario» ) son febriles y furiosas, y así las expone el propio personaje de Yoav, que atraviesa las secuencias de la película sin que la lógica o la cordura hagan acto de presencia. Desde el arranque, la situación absurda (si prefieren, metafórica) de desnudo, la presentación de los otros personajes o el desarrollo de sus relaciones y lucubraciones, se presiente el tono confuso ( ¿será comedia? ) y el aire de circunloquio, de inciso y digresión constante que envuelve la historia, aunque ella se defienda de su absoluta superficialidad con los viejos recursos de la «nouvelle vague», y con ese «disimula lo que no sabes cómo contar» que tanta gloria le ha dado al penúltimo cine europeo.

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