TRIBUNA

El doctor Salvá

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Un íntimo amigo mío me riñe porque, al leerme, detecta el poder que sobre mí tiene la nostalgia y me recuerda aquel libro que escribió Simone Signoret, la actriz esposa del cantante-actor Ives Montand, y que se titulaba La nostalgia ya no es lo que era. Es una cuestión de edad, que normalmente, con la que tengo inevitablemente me sucede. Yo no tengo futuro. Es decir, le temo, porque a medida que cumplo más años, se acerca más la muerte, o en el peor de los casos, -y no el mejor-, pueden venirme estos achaques que te humillan, de una embestida del destino, te trae la mala suerte (y la canción de fin de año, te dice la «uvita de las doce, te traiga la buena suerte»). Por eso amo recordar el pasado: mi niñez, mi adolescencia, mi conversión en hombre, con todas las consecuencias. Ello se produjo en la larga posguerra, dura, cruel, dolorosa, acaso más que la propia guerra, pero, extraño fenómeno: en el fondo, como ocurriera en la caja de Pandora, subsistía la esperanza.

Porque también la alegría aparecía bastante en nuestras vidas, y pronto el fútbol, el cine, los toros y la radio contribuyeron a que olvidáramos los penosos ratos. Fue el tiempo de la Radio. Proliferaban las emisiones y se multiplicaban los aparatos de radio, que constantemente emitían mil cosas diversas. La música se manifestaba con los cuplés de las grandes estrellas del folklore, melodramas de Sautier Casaseca, antecedentes de los dramones que ahora embaucan -venezolanas o mejicanitas- a nuestras Marujonas actuales. Pecker, Encarna o Boby Deglané capitaneaban una nube de activos gestores de la retransmisión. Recuerdo que había un programa -no puedo precisar el nombre- que consistía en que el participante en ese concurso tenía que averiguar, para obtener un premio dinerario importante, los datos y detalles personales minúsculos de la persona por la cual se le preguntaba, y cuando fallaba en uno, era eliminado. Yo conocía de vista al que luego sería el popular Doctor Salvá. Gaditano, médico por la Facultad de Cádiz, hombre divertido, alegre, inteligente, que intervino en aquel concurso de méritos, tanto de memoria como de cultura.Tenía que contestar favorablemente las preguntas que sobre Puccini o Verdi -me parece- se le hicieran semanalmente, hasta que el concurso finalizaba, cuando cumpliera el cupo de preguntas o fallara.

Medio Cádiz, todo Cádiz, estaba atento a la hora en que se retransmitía la actuación del Doctor. Y este, que sabía tela de ópera -yo no sé dónde lo había aprendido-, respondía, con celo y rápidez, por cuanto se le preguntaba. Y la emoción gaditana compartía sus nervios, con la serenidad de Salvá, que salvaba todos los obstáculos y dificultades de las complejas preguntas. Por fin, triunfó aquel adivino, y creo que el premio fue «Un millón de pesetas para el mejor».

¿Qué alegría colectiva, qué explosión de júbilo popular, qué inocente reacción de todo Cádiz, ante aquel triunfo del Doctor Salvá! Me parece que un sector de la ciudad fue a recibirlo hasta Río Arillo, el límite con San Fernando. Y como si fuera todo él, nuestro equipo de fútbol campeón, fue aclamado por muchísimas personas. Durante algún tiempo, fue el hombre del día. Y hasta Lolita Garrido, que creo así se llama, y actuaba en aquel verano en Cádiz en el Cortijo Los Rosales -¿ay, camina como Chencha- incorporó su apellido -«el Doctor Salvá está desconocido»- para aumentar su popularidad.

Después vinieron otros tiempos. Cuando ya viejo, calvo, y gordo, lo veía al doctor bañándose y andando por la playa, en invierno y en verano, desnudo el amplio tórax, grasiento su vientre, y con un escueto bañador, aquél que un día fue triunfador en un Cádiz que resucitaba de una guerra dura, y al final inútil. Como todas las guerras.