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Ana Obregón viene a ser a la biología lo que a la Iglesia es Souza Pinto, el sacerdote que oficiaba misa vestido de Carmen Miranda y que ahora se ha pasado al candomblé... Llegará un día en que alguien, en nombre de la ciencia, acabe implorándole a Obregón que por lo que más quiera deje de pronunciarse públicamente «en su calidad de bióloga»; porque cada vez que ella habla sube el pan y las pandemias.

Pero, hasta ese momento, Ana continúa haciendo ostentación de su breve paso por la universidad con la contumacia y osadía de un virus recién mutado. «Como bióloga, he buscado los mejores genes para mi hijo, es decir, mi nueva serie de televisión...», sentenció hace poco; dando por hecho que los biólogos, a la hora de reproducirse, seleccionan a la carta los genes de sus criaturas.

En descarga de esta artista de la biogenética -lleva media vida intentando convencer a sus genes de que tienen veinte años menos- hay que decir que, además de tener un futuro prometedor como guionista de series de ciencia ficción, cuenta con el privilegio de ser uno de los pocos personajes capaces de caricaturizar y dejar corto a su propio guiñol. Algo que, si se realiza de forma consciente, indica una buena dosis de autoparodia y, por tanto, de inteligencia. Porque Obregón será frívola, pero de tonta no tiene un pelo. Sobre todo, a la hora de vendernos sus productos.

Al preguntarle si quiere volver a ser madre, la actriz (que los 50 ya nos los cumple) dijo que sí, pero que tendrá que buscar un padre joven, «porque los genes del hombre -asegura- se deterioran a partir de los 40». Esto último se ignora si ha llegado a descubrirlo como eminente bióloga, o más bien como impenitente ligona, campo donde sí que es una autoridad en la materia.