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Buenos Aires. Capítulo II

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Hola mami, hola papi: Espero que estéis bien.Yo sigo aquí, hartándome de carne y de pasta. La verdad es que estoy loca por comerme un plato de berza. La ciudad sigue siendo fascinante. Los bonaerenses están cada día más locos. Hablan y hablan, no paran, son expresivos, alegres, geniales. Coger, perdón, agarrar un taxi acá es una aventura, los taxistas son un mundo, siempre sacan tema de conversación de lo más insignificante, aunque sus temas favoritos son el fútbol (ganó Boca la liga el otro día) y la situación del país.

Es la primera vez que vengo, pero siempre entendí que era un país rico y muy desarrollado. Sin embargo, ahora, después del desastre del «corralito», la miseria se ha alojado en el centro de la ciudad. Cada noche, las calles se llenan de familias enteras con enormes carros para rebuscar en las basuras, para sacar cartones y plásticos que vender, en fin... Es una pobreza desasosegante, occidental, sórdida, nada que ver con la de otros sitios de América. Es la pobreza de los que tuvieron y ya no tienen. Pero los argentinos son vitales, fuertes, y muy orgullosos. Saldrán de esta, supongo.

No hay argentino con el que una hable que no te diga: «Mi papá/abuelo/bisabuelo era gallego». Y, aunque estén tan orgullosos de su país, una advierte, qué curiosa herencia, la morriña en la mirada, y el deseo de viajar a España.

Los bares son maravillosos. Antiguos, con sabor, llenos de gente viva, que gesticula libremente mientras toma un café. Algunos se han ido perdiendo, lástima, igual que en Cádiz... Por cierto, hablando de progreso y otras perversiones, me llamó Javier esta mañana y me dijo que están hablando de... ¿hacer una playa en la Alameda? No puedo creer, viste, no pueden ser tan boludos, la Alameda es el lugar más lindo de Cádiz...

Se me acaba el espacio, me despido rápidamente. Os seguiré contando. Os quiero mucho.