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desayunando

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Seguro que le atendieron de malos modos y en el último momento le dijeron que le faltaba una firma o un sello o una fotocopia que no está compulsada. O que la cola que usted acababa de aguantar no era la correcta. Seguro que mientras esperaba les oyó hablar de sus hijos, de papillas, de pañales, de los puentes, de las vacaciones, del convenio. Seguro que fingieron no saber qué les estaba preguntando y se hacían señas unos a otros como pidiendo el comodín del público, mirando el reloj por si daban las tres. Seguro que le han dejado con la palabra en la boca y los ha escuchado reírse detrás del mostrador como si usted les hubiese contado el último programa de Cruz y Raya.

Seguro que ha tratado usted con funcionarios y se ha acordado de la madre de más de uno de ellos mientras volvía a su casa después de una infructuosa mañana de «gestiones», sin haber solucionado nada, sin haber adelantado nada y con la leve sospecha de que su intelecto se mueve peligrosamente en la frontera de la normalidad. Pero no generalice.

Piense en lo duro que es, a veces, estar en el otro bando, atendiendo a un público no demasiado educado pero sí demasiado valentón que le llama «titi», «sieso» o «chochete» cuando no pasan directamente a la descalificación y el insulto amparados por la ley del «tengo derecho». Piense en lo duro que es, a veces, repetir hasta la saciedad durante siete horas cuál es la ventanilla correcta, cuál es la documentación requerida para que luego le llamen a uno sin merecerlogrosero y flojo.

Ya sé que no es una postura muy defendible por mi parte y que en general los funcionarios no gozan de muy buena prensa, pero por si sirve de algo yo conozco a algunos que no llegan tarde, desayunan una sola vez y procuran atender al público con buenas palabras y mejores intenciones.

Y eso a pesar de que el ministro Sevilla cuestione sus sueldos, aunque tengan que examinarse cada dos años del puesto que desempeñan, aunque los degraden o los conviertan en cesantes. Búsquelos, existen, es verdad.