Tribuna

Lo que mal se hace, mal acaba

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Las elecciones legislativas del pasado 25 de enero dieron al grupo islamista Hamas una holgada victoria, lo suficientemente amplia como para poder formar un Gobierno en solitario, desplazando así a Al Fatah del poder y del liderazgo del pueblo palestino. Un liderazgo que Al Fatah había venido ocupando prácticamente desde su fundación.

La victoria de Hamas era algo así como -en términos de García Márquez- una «muerte anunciada». La muerte, en realidad, si no del proceso de paz entre palestinos e israelíes, sí de los modos en que se ha producido éste y de las estrategias seguidas hasta el presente.

El proceso de paz entre palestinos e israelíes se inició bajo un lema estratégico absolutamente errado: paz por territorios. Esto venía a significar que Israel estaría dispuesto a devolver (los) territorios ocupados a los palestinos a cambio de que éstos le asegurasen la paz y su derecho a existir libre de todo ataque. Pero la paz no la puede asegurar sino un gobierno estatal dotado de todos los aparatos necesarios al respecto -Policía, ejército - y con plena jurisdicción sobre la totalidad de su territorio. Y por otra parte, ¿a quién se van a dar los territorios si no existe ese gobierno dotado de plena jurisdicción? En realidad, el proceso de paz palestino-israelí trató de soslayar el hecho fundamental de que lo que se estaba produciendo en Palestina en el año 1991 era en realidad una situación colonial, no ya una mera ocupación militar producto de una guerra. En esta situación lo que se requería era, por tanto, que la metrópoli ocupante llegase a un acuerdo de desocupación plena, quizá con una fase transitoria de gobierno tutelado, para concluir todos los aspectos difíciles que lleva consigo todo proceso de descolonización.

Por el contrario, el acuerdo al que se llegó, temeroso como era Israel de ceder todos los territorios ocupados a una autoridad palestina de la que se desconfiaba, lo que hizo fue establecer un Gobierno palestino con prácticamente todas las competencias -incluida la seguridad-, pero sólo sobre partes muy reducidas del territorio; en realidad, solamente los grandes núcleos urbanos de Cisjordania y toda Gaza, excepto los territorios ocupados por las colonias israelíes allí establecidas. Con lo cual, el gobierno palestino gobernaba sólo sobre una serie de islas, mal comunicadas entre sí y con carreteras sometidas a constantes y humillantes controles del ejército ocupante. La filosofía implícita en el acuerdo era que Israel iría cediendo progresivamente más territorio a la Autoridad Palestina, en la medida en que los ataques contra Israel y sus intereses cesasen. Al mismo tiempo, se negociaría cuál habría de ser el status final del pueblo palestino: la creación de un Estado. Pero, el demonio iba encerrado en el acuerdo: la Autoridad Palestina nunca llegó a asegurar la paz a Israel y no pudo frenar la actividad terrorista. Arafat, escarmentado por lo que había ocurrido años antes en el Líbano, quiso evitar una guerra civil entre palestinos y empleó con Hamas y con la Jihad Islámica la táctica del palo y la zanahoria. Lo cual trajo consigo un fortalecimiento -y un armarse- progresivo de los grupos radicales y terroristas. Israel, por su parte, con la excusa de esos ataques, fue dilatando en el tiempo la transferencia de nuevos territorios a la Autoridad Palestina y, por el contrario, amplió sus colonias en Cisjordania y prácticamente duplicó el número de los colonos existentes con anterioridad al inicio del proceso de paz. Las negociaciones entre las dos partes se eternizaron y, en vez de concentrarse en los términos de la creación del Estado palestino, cuando llegaron a celebrarse, esporádicamente, se concentraron sólo en qué mínimos porcentajes de territorio se irían traspasando progresivamente a los palestinos.

El fracaso del proceso iniciado con los denominados Acuerdos de Oslo y las terribles consecuencias de ello -la segunda intifada y la represión israelí-, llevaron a los Estados Unidos y a la Unión Europea a tratar de reenfocar el proceso de paz, cambiando la estrategia seguida. Así surge el Cuarteto -UE, EE UU, Rusia y ONU- y la denominada Hoja de Ruta. Lo que pretende el nuevo plan es comenzar por lo que en Oslo era la etapa final, pero de forma incompleta; es decir: conceder a la Autoridad Palestina el estatuto de Estado independiente, pero sin una delimitación previa de cuál habría de ser su territorio -eso se discutiría más adelante- y, eso sí, siempre que la Autoridad asegurase a Israel un período de tiempo sin ataques terroristas. Una vez más, como se ve, una estrategia errada y, quizá, más equivocada aún de lo que lo estuvieron los bienintencionados acuerdos de Oslo. Pues, la Autoridad Palestina quedó ahora, después de los ataques israelíes posteriores a la intifada, aún más débil e imposibilitada de hacer frente a una oposición interna, cada vez más extensa, cada vez más radical y cada vez más armada.

La frustración entre palestinos e israelíes ante los frutos negativos de lo que se prometía como un proceso de paz -que, contradictoriamente, llevó más muerte y destrucción a las calles de Israel, de Gaza y Cisjordania, que la que se había producido desde el inicio de la ocupación hasta la conclusión del primer acuerdo de Oslo-, hizo caer, en su momento, al Gobierno israelí de Barak y ahora al Gobierno palestino de Ahmed Qureia. Ni los Gobiernos palestinos de la etapa Arafat, ni los de la presente etapa de Mahmoud Abbas, han logrado sacar a su pueblo de la ocupación y sus promesas y estrategias negociadoras han dejado de ser creíbles para la gran mayoría de su pueblo. Pero, los sucesivos Gobiernos israelíes tampoco han facilitado la labor a los palestinos y, al mismo tiempo que negociaban con ellos, acusaban a sus líderes de connivencia con el terrorismo, cuando no directamente de dirigirlo. La conclusión es que ahora sí que van a tener enfrente a un grupo que propone directamente la destrucción del Estado de Israel y que promueve sin recato la lucha terrorista.

¿Y ahora qué? Ahora hay que cambiar de estrategia, porque, como los hechos demuestran, lo que mal se hace, mal acaba.