Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

Madera de Dios

En esta bendita tierra, Dios tiene alma de cedro del Líbano, alto y robusto como crecen los justos

Javier Rubio
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CRUJE la madera cuando la imagen de Dios echa pie a tierra. Es un chirrido sordo mientras las poleas van multiplicando el esfuerzo conforme a las leyes de la Física. Madera sobre madera, chirrido sobre chirrido, la talla queda a un palmo de las caras arrobadas de quienes la esperan para su devoción más íntima. Cruje el artefacto que acerca la imagen a los corazones, crujidos también por dentro, náufragos que el oleaje lleva a la postrera orilla donde habita la última esperanza, el gran poder de volver a la vida con renovados bríos cuando todos los demás remedios se han demostrado inútiles. Llegan y se postran con la emoción que les cruje por dentro, el corazón hecho jirones, el alma desgarrada que se adivina en las miradas: fijos, enfervorizados, inmóviles en el rostro que les devuelve la paz y el sosiego que hace tiempo les abandonó.

Hay quien esconde los ojos y los baja temeroso como hay quien los clava en las pupilas que todo lo ven y de ahí no se bajan, como si estuviera impetrando una respuesta, como si implorara una gracia casi desafiando, con el atrevimiento que sólo da el desconsuelo infinito. Y hay, en fin, quien no puede ver más allá porque los ojos se le han convertido en un manantial de lágrimas, una fuente por la que se le va yendo el sufrimiento. Cruje la madera del plano inclinado con el peso de la gloria que está por venir. Exactamente con el mismo restallido con que suena la parihuela de la Macarena. Hay que escuchar una levantá en silencio para apreciar mejor el latigazo frío de los travesaños como un chasquido seco que electrizara el ambiente. Ese privilegio –el de escuchar el palio de la Esperanza crujiendo– sólo está al alcance de quienes se encuentran cara a cara con la Virgen en la basílica cuando la cofradía entera está en la calle, a punto de cerrarse las puertas del templo, o en el silencio de las naves de la Catedral, cuando el color de la madrugada ha virado del negro al verde y retumba como un trueno rebotando en el roquedal el eco del paso gimiendo en el valle de lágrimas donde no hay público.

En esta bendita tierra, Dios tiene alma de cedro del Líbano, alto y robusto tal como crecen los justos. Madera de Dios a la que el pueblo reza porque es un material noble que se transforma en las manos del imaginero en una figura semejante en todo al hombre: no seriada, no nacida de ningún proceso industrial, no recreada sino única, irrepetible y viva. Madera santa que un día creció verde y alta y después se convirtió en taco que ir desbastando hasta encontrar la figura que aguardaba, agazapada dentro de las capas de virutas, a la mano maestra del tallista que la sacara de su íntima clausura en la que vivió durante siglos. Nosotros también estamos hechos de madera. Y nos cruje el corazón por dentro cuando no lo tenemos de piedra inerte. El tallado de la madera con escoplos y gubias se asemeja prodigiosamente al trabajo espiritual que perfecciona la obra: el Hacedor va agrandando las manos para dar, los oídos para escuchar y los pies para caminar, ensanchando el corazón para hasta que se convierta en refugio de muchos. Sólo entonces cruje la madera que nos hace por dentro como Dios.

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