HOJA ROJA

It's my party

«No conozco a nadie que, a estas alturas, considere que esto de ir a votar sea motivo de fiesta. El uso y la costumbre se han encargado de convertirlo en un acto casi reflejo»

No sé por qué extraño mecanismo asociativo cada vez que hay elecciones me paso el día tarareando la única canción conocida de Lesley Gore, que, dicho sea de paso, es casi tan antigua y tan drama como yo. Debe ser cosa de los gusanos musicales –eso que los intelectuales llaman «earworm»– o de cualquier otro tipo de gusanos, pero lo cierto es que desde que empiezan a las primeras declaraciones de los candidatos tras emitir su voto bien temprano, mi cabeza se pone en funcionamiento «It’s my party and cry I want to» –que traducido resulta, «es mi fiesta y, si quiero, lloro»– y así me llevo hasta que los líderes autonómicos salen, minutos después del cierre de los colegios electorales, a decirlo por lo claro, y sin ningún tipo de escrúpulos: «es la fiesta de la democracia», ya sabe usted de que le estoy hablando.

Una expresión que, como el amor a Rocío Jurado, se nos rompió de tanto usarla. Porque no conozco a nadie que, a estas alturas, considere que esto de ir a votar sea motivo de fiesta. El uso y, sobre todo, la costumbre, se han encargado de convertir algo tan importante como es ejercer la libertad y el derecho al voto, en un acto casi reflejo que hacemos más por tradición que por devoción. Lejos quedaron los tiempos en los que aún conservábamos una vaga conciencia de lo que a nuestros mayores les costó poder elegir a sus dirigentes políticos, de lo que a nuestras mayores les costó ir a votar sin un consentimiento expreso del padre o del marido, y de lo que costó en este país que estas jornadas «festivas» de la democracia se vivieran como algo natural.

El hartazgo, la sobredosis y sobre todo el convencimiento de que nuestro voto no va a servir para mucho han hecho el resto. Por eso la «fiesta» solo se vive ya en las sedes de los partidos políticos. Esta noche –recuérdeme cuando lo vea en televisión– saldrán a los balcones, a las salas de prensa y a los photocall pagados con dinero público, los protagonistas de este sarao a decir lo de siempre, «los ciudadanos han hablado», «hemos hecho historia», «esto es motivo de celebración» y el mantra final bajo el que se esconde la canción de Gore –y si quiero, lloro– «hemos ganado», que tanto me revienta, que tanto le revienta, que tanto nos revienta. Todos ganan, incluso cuando se pierden votos, incluso cuando se pierde credibilidad, incluso cuando se pierde la dignidad del «nunca pactaremos con…» que tantas veces han repetido en esta campaña electoral tan extraña como novedosa, en la que la imagen no solo ha valido más que mil palabras, sino que se ha convertido en la protagonista absoluta de los programas electorales.

Una campaña de imágenes y de cifras por encima de las letras. Una campaña de paseos triunfales –más allá del de algún candidato a caballo–, de animadas charlas con vacas, de biberones a medio cadetes, de comidas rápidas, de fotos de mítines trucadas, de dragones, de Cataluña; una campaña de making off que sí, que habrá sido tan entretenida como todas las series televisivas a las que nuestros líderes han hecho continuas alusiones, pero que no ha sido más que la invitación a una fiesta en la que ni usted ni yo pintamos nada.

Ni siquiera en los debates, encorsetados, pactados, pautados, hemos podido enterarnos de qué es lo que quieren hacer con nosotros. Y más allá de los que tienen por costumbre leerse los programas electorales –entre los que no se incluye alguna candidata provincial, que reconoció que solo se leía el suyo– el resto de los ciudadanos vamos a votar de oídas.

Y así nos va. Como a la pobre protagonista de la canción gusanera que no me quito de la cabeza, que pensaba que su Johnny era suyo hasta que lo vio irse de la mano de Judy «like a queen with her king». Porque lo que está claro es que no hay un claro vencedor de estas elecciones –aunque ellos digan luego que sí, y que son ellos–, y la máquina de los pactos se va a poner a funcionar al ritmo del «donde dije digo, digo Diego».

¿De qué sirve, entonces, mi voto? dirá más de uno, si de lo que se trata es de repartirse la tarta de cumpleaños entre unos cuantos. De qué sirve votar si ninguna de las fuerzas políticas lo es tanto como para cambiar el rumbo «imparable» de esta Andalucía. De qué sirve votar si ninguna de las promesas se ha hecho para ser cumplidas.

Y ahora debería decir aquello de «ojalá me equivoque», sobre todo por cubrirme las espaldas ante posibles eventualidades. Pero el tiempo, y la distancia a la que nos han puesto los mismos políticos, me va a dar la razón. Esta noche, cuando todos hayan ganado las elecciones, nosotros nos acostaremos con la extraña sensación con la que se levantó Gregorio Samsa –el de Kafka, para los amigos–, un poco más aplastados, un poco más cansados.

Yo al menos, tengo algo que celebrar. Dos de mis hijos votan por primera vez, lo que los convierte, de pleno derecho, en invitados a la fiesta de la democracia. Por ellos, por nuestros padres, por nuestras madres, por todo los que han luchado para que este país sea esa democracia de la que solo nos acordamos delante de las urnas, es por lo que hay que cumplir con este derecho que es, por encima de todo, un deber.

Lo demás, como Escarlata, ya lo pensaremos mañana.

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