Gregorio Gómez Pina

En memoria de Don Carlos Oses, el último de nuestros fareros

Se nos fue hace unos días, a los 88 años, el farero más antiguo de la provincia y, posiblemente, de España

Gregorio Gómez Pina
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Se nos fue hace unos días don Carlos Oses, a los 88 años, el farero más antiguo de la provincia y, posiblemente, de España. Don Carlos fue un farero excepcional por sus cualidades técnicas y humanas. Como él decía orgullosamente, era «hijo del Cuerpo», pues su padre fue el farero de las Islas Chafarinas, en donde nació y aprendió, de su mano, tan noble oficio. Dicha profesión data del año 1851, cuando se creó el Cuerpo de Técnicos de Señales Marítimas, adscrito a la Dirección General de Obras Públicas.

Don Carlos fue farero en Chafarinas, Menorca, Tarifa y en el faro de San Sebastián (Cádiz), en donde se jubiló en el año 1995. Durante su estancia en esta provincia perteneció a la Demarcación de Costas de Andalucía Atlántico, destacando por su celosa dedicación –algo inherente a su oficio– y por su ingenio para solucionar cualquier problema mecánico que se presentara.

Ya jubilado, le gustaba pasarse por la oficina, en donde era muy bien recibido, pues su carácter irradiaba cordialidad y bonhomía. Su timbre de voz era inconfundible y, de una forma u otra, sabíamos que andaba por la dependencia, en donde uno a uno acabábamos saludándolo.

A veces, los que le conocían ya de hacía mucho tiempo, remembraban nostálgicas historias de cuando él trabajaba aquí, entre las que no podían faltar las relativas a sus habilidades en el arte de la pesca, algo que había desarrollado en su extensa vida en los faros, rodeado de mar y junto a su mujer y sus hijos.

A don Carlos, ya jubilado, le gustaba presentarse a los nuevos jefes, pues vivía su profesión de funcionario con sentido de responsabilidad y lealtad. Y así le conocí yo, cuando me trasladé a Cádiz hace ya más de trece años. Me recordó mucho en su forma de ser a otro entrañable farero, Pepe Medina, de Cabo de Palos, lugar en donde pasé los dilatados veraneos de mi infancia, y que, desgraciadamente, también se fue hace ya más tiempo.

Un día decidí emprender una de las aventuras más apasionantes de mi vida, la de escribir mi primera novela, con la finalidad inicial de resucitar los recuerdos asociados a mis veraneos en Cabo de Palos. Cuando creía que la tenía acabada, surgieron los duendes que invaden a los escritores, y me sedujeron para que hablara de esta tierra, Cádiz, que tan bien me había acogido. Acabé inventando la historia, desfasada en el tiempo, de dos hermanos de Cartagena, uno de los cuales, tras acabar las oposiciones a torrero, se trasladaba al faro de Cádiz como su primer destino, para pasar, tras un período de tres años, al faro de Chipiona, de gran parecido al de Cabo de Palos.

A la novela la llamé ‘Un mundo entre faros’, y necesité crear al personaje del torrero principal del faro de Cádiz, encargado de enseñarle el oficio a ese recién funcionario en prácticas, que acababa de llegar, desorientado, a un lugar tan singular como era el Castillo de San Sebastián. Me puse en la situación de mi paisano, que era la primera vez que salía de su casa, y que ni siquiera sabía lo que eran las mareas, ni cómo era el trabajo en un faro, ni el carácter y la historia de esta tierra, y me vi en la necesidad de buscar a la persona que le acogiera, que le tratase con cariño, que le hiciera no sentirse un extraño y que, al mismo tiempo, le enseñara la profesión. No tuve la más mínima duda de que, de existir esa persona, sería don Carlos Oses. Y así bauticé a ese personaje, no sin antes pedirle su autorización, que me la dio encantado, aunque pienso, como persona de orden que era, que quedaría sorprendido por las cosas que se le ocurrían a este ingeniero escritor.

Al regresar entristecido de su sepelio, no pude evitar el coger de nuevo mi libro y releer los capítulos iniciales, en los que aparecía la figura de don Carlos, llegando al momento en que se producía la despedida del joven farero cartagenero, tras pasar tres años bajo la protección de Oses, y que era descrito por el narrador de la novela, que era su hijo, también farero, de la siguiente manera:

«Y allí, en la puerta de la Caleta, se fundieron en un abrazo don Carlos y mi padre, sin decirse una palabra, pues no podían hablar de la tristeza que les suponía a ambos el separarse, tras convivir día a día, hora a hora, dentro de ese faro que nunca olvidaría. Cuando la tartana empezó a andar, mi padre dirigió su mirada hacia donde estaba don Carlos, pero sólo pudo ver su cuerpo desgarbado, de espaldas, que a grandes pasos se dirigía hacia la entrada del Castillo de San Sebastián, en donde estaba su faro. Su profesión de torrero le había enseñado a enfrentarse a cualquier problema mecánico que sucediera en la linterna, pero no a separarse de alguien a quien había tratado como a un hijo. Y un torrero, como los buenos hombres de la mar, no debe mostrar sus sentimientos en los momentos difíciles»

Entonces pensé que, efectivamente, así había querido Dios que se despidiera don Carlos, profundo católico, de todos nosotros; como en mi novela: dirigiéndose con toda rapidez hacia el Faro Eterno, pero dejando encendidas las luces de su amistad, como en sus faros.

Descanse en paz don Carlos Oses, el último de nuestros fareros.

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