Yolanda Vallejo

Mater Dolorosa

A la vieja Europa, la del corazón traspasado, se le ha caído la venda de los ojos. El buenismo, al parecer, ya solo sirve para contar cadáveres

Yolanda Vallejo
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A la vieja Europa le salió la hoja roja cuando dos aviones le atravesaron el corazón al otro lado del charco hace ya casi quince años. Fue solo el principio, aunque entonces casi nadie acertó a interpretar el mensaje, tal vez por la férrea autocensura que nos impusimos, la del «esto no nos puede estar pasando». Velitas y mensajes contra el espanto más absoluto, David y Goliat. Ya sabe usted que yo no soy muy de símbolos, pero hay algunos ante cuya evidencia no puedo sino rendirme. Desde Peter Ustinov quemando Roma en un Quo Vadis de cartón, hasta el aterrizaje del Air Force One en La Habana, siempre ha habido señales inequívocas de que el mundo se tambalea, y aunque seguirá girando –de eso ya no tengo la menor duda– desde aquel 11 de septiembre, vamos con los ejes cambiados.

Y es que a la vieja Europa, la del corazón traspasado, se le ha caído la venda de los ojos. El buenismo, al parecer, ya solo sirve para contar cadáveres y para permanecer de pie junto a un calvario que ya resulta demasiado cotidiano. Para estar en un lugar de muerte y destrucción, por un lado y por otro; por las fronteras que cerramos y por las brechas que abrimos en el muro de nuestras vergüenzas. Ese muro que encalábamos más por disimular desconchones que por resanar viejas heridas cerradas en falso.

El mundo gira, y de cuando en cuando, hace sus paradas. En eso estamos, en una parada –¿técnica?, ¿de avituallamiento?– de la que tal vez salgamos no sé si fortalecidos o con el rabo entre las piernas, pero desde luego saldremos siendo otros, o lo serán nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos, quién sabe. No hay nada peor que acostumbrarse a tener por principio a la incertidumbre, que ya lo dijo Heisenberg, «el acto mismo de observar cambia lo que se está observando» y eso, y no otra cosa, es lo que le está pasando a la vieja Europa, a esta Mater Dolorosa que no termina de encontrar su lugar entre los vencidos, pero que empieza a interpretar las señales, «bombas y después flores» –escribía Francisco Apaolaza el pasado jueves– porque «estamos aprendiendo a morir».

Los atentados de Bruselas han servido para añadir una cruz en el manoseado mapa de nuestro mundo. Vivíamos como los Elois –ya lo sé, Wells siempre está omnipresente– ajenos al dolor, a la muerte, a la enfermedad, a la destrucción, mirándonos en los espejos de feria que habíamos construido en los umbrales del siglo XXI. Nada ni nadie podía hacernos daño. Tras la caída del muro de Berlín –otra señal, qué quiere que le diga–, la vieja Europa se había reinventado como una madre acogedora, dulce y complaciente; intercultural, intergaláctica, llámelo como quiera. Una loba que amamanta, la imagen no es nueva. Sabíamos que debajo de los adoquines había cosas más peligrosas que la playa, pero preferíamos no descubrirlo. Hasta que llegó el terror, y con él la oscuridad y el mundo comenzó a tambalearse.

Primero fueron el desconcierto y el miedo; luego el pánico y la desconfianza; más tarde la ansiedad y la amenaza constante; por último, llegó la costumbre. Y ya no somos Madrid, ni Londres, ni Beirut, ni Mali, ni Siria, ni París, ni Nigeria; ni siquiera somos Bruselas convertida en territorio comanche, en la imagen más paradójica y macabra de esta Europa que nos vendieron como fuerte y unida, y que se está desmoronando ante nuestros ojos como un puzzle que encaja mal. A las pocas horas de los atentados, la ciudad y sus ciudadanos volvían a la normalidad, a una normalidad de sirenas y de redadas, de registros y detenciones, de terrazas y de cervezas. Decía Houllebecq que ninguna emoción humana es tan fuerte como la costumbre. Y ya nos hemos acostumbrado a este ritual. Nos matan y respondemos con velas y con flores, y con frases escritas en el aire, y con viejas banderas; pero en el fondo sabemos que cualquiera de nosotros puede ser la próxima víctima, y lo que es peor, que cualquiera de nosotros puede ser el próximo verdugo.

Lo peor del miedo es que engendra ira y la ira engendra odio. Y el odio ciega. De nada sirve cerrar las fronteras si el enemigo no viene de fuera, si lo hemos amamantado como a nuestros propios hijos, si ahora sabemos que allí donde nos escondamos, nos encontrará. La vieja Europa es una Mater Dolorosa al pie de una tumba abierta, que asiste al entierro de sus hijos con la impotencia de quien sabe que nada podrá remediar su aflicción, con la certeza de que el mundo se está tambaleando.

El mundo se tambalea y mientras aquí, seguimos mirándonos el ombligo, rebajando tanto el nivel de nuestras expectativas que se nos va la vida solo en saber si el alcalde hizo o no el recorrido completo en la penitencia del Nazareno acompañando a su madre. Puede que no sea más que un mecanismo de defensa, a veces es muy duro levantarse sabiendo que el mundo es un sitio demasiado triste, y hostil, y extraño, y frío, y feo. Y que ya no podemos hacer nada por remediarlo.

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