OPINIÓN

Una madre

Hoy es el día de la Madre y la mía se fue para siempre hace tres meses. Un mes antes supe cuánto me había querido

Yolanda Vallejo

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Escogí mal momento para leer la novela de Alejandro Palomas. Quizá no, si me aferro a eso de que son los libros los que nos eligen a nosotros y no nosotros a ellos. Fue seguramente el título, ‘Una madre’, el que me atrajo por aquello de que lo que vemos escrito ejerce sobre nosotros un poder de seducción superior al de otros estímulos; «el abismo de lo peligroso nos llama, hipnotizándonos desde lo oscuro» dice Palomas. Seguramente fue eso. Fue un mal momento.

Yo supe cuánto me quería mi madre el último mes de su vida. Tuvimos suerte después de todo, porque hay quien se va dejando sombras demasiado alargadas, pero nosotras tuvimos 34 días para ir cerrando las puertas y las ventanas, y para ir encendiendo las luces que me alumbrarán ahora. 34 días en los que no hicimos nada, absolutamente nada; solo esperar su muerte y darnos besos. Todos los besos que no nos habíamos dado antes, todos los que ya no nos daríamos nunca más, todos los besos que se nos habían olvidado y todos los besos que yo recordaré para siempre.

Mi madre no era besucona, y eso también se lo heredé. De carácter severo, y bastante inflexible para mi gusto, estaba siempre en la obligación y muy pocas veces en la devoción. Era una mujer de posguerra en el más amplio sentido del término. Negro y grises. Y como yo le salí disfrutona, ella se encargaba de ponerme el cuerpo malo con desgracias, accidentes, futuribles desdichados y todo tipo de peligros y adversidades. Era la persona más pesimista del mundo, siempre se lo dije, y muchas veces llegué a pensar que me quería poco, o en cualquier caso, menos que a mis otras hermanas.

Fueron las circunstancias de su vida –eso lo supe más tarde– las que la hicieron la persona más pesimista del mundo, incapaz de darle vacaciones a su estricta moral que la convirtió en padre y madre de tres adolescentes demasiado pronto. Exigente, nunca tuvo un momento de descuido en la tarea de educarnos, como tampoco lo tuvo en la tarea de hacernos cargar con la responsabilidad de nuestro futuro. «Es lo que tienes que hacer» y nada más. Ni aplausos, ni halagos, ni lisonjas, ni media hora más del horario habitual. Un auténtico matriarcado que a mi marido –tan literario él– se le antojó la casa de Bernarda Alba la primera vez que le presenté a mi familia. Yo, la más Adela de todas. La más rebelde, la más vital, la más llorona. «No llores más, que se te van a poner los ojos malos» me decía siempre mi madre, y eso era lo más parecido al consuelo.

La muerte nos hizo un guiño hace un par de años, pero entonces solo se llevó su memoria. Fue la primera despedida, aunque me permitió conocerla de verdad, y entender muchas cosas. Aparecieron de pronto su risa, su generosidad sin límites, sus miedos, sus debilidades, su gusto por los estampados, y todo el amor que había ido reprimiendo para parecer una mujer fuerte y decidida ante los demás. Su demencia nos reconcilió, y mientras ella perdía sus recuerdos, iban floreciendo los míos también reprimidos durante años. Porque mi madre me enseñó a leer, a cocinar y a ordenar cajones, que son, posiblemente, las tres cosas que mejor sé hacer. También me enseñó el significado de muchas palabras, lealtad, fidelidad, constancia, independencia, esfuerzo, hospitalidad, me enseñó a aplicar cada refrán en su momento justo… y me enseñó a ser madre.

No pudo la demencia con su genio. Siguió controlando y ordenando su desordenada mente hasta el último de sus días, hasta el último de los treinta y cuatro días que pasamos en el hospital esperando su muerte y dándonos besos. No quería morirse y yo no quería que se muriese. Y como Penélope deshacíamos cada noche la mortaja que el día había ido tejiendo para ella, dándonos una nueva oportunidad a lo que ya sabíamos que no la tenía. Hablamos mucho durante aquellos días, hablamos sin hablar, y nos contamos muchas cosas, mientras nos dábamos besos, «no hay nada mejor que hacer en la vida. Para una madre, no», escribía Palomas. Eso fue lo que hicimos hasta que se fue. Así fue como supe lo que me quería mi madre, y como supe que no es cierto eso de que las madres quieran a todos los hijos igual; a todos los quieren –a todos los queremos– en la medida en la que nos necesitan. A cada uno de una manera diferente. Seguramente mi madre no sabía que un estudio de la Universidad de Essex demostró que las niñas cuyas madres habían sido muy estrictas eran luego mujeres muy felices. A mí me ha hecho muy feliz.

El día que se murió la lloré mucho, tanto, que se me pusieron los ojos malos. Al final, volvía a tener razón mi madre. Como con casi todo. Las madres suelen tener siempre la razón.

Por eso, en días como hoy, felicite a la suya. No espere que la vida le de muchas oportunidades, la mayor parte de las veces, los hijos y las madres vamos «como dos raíles en paralelo cruzando el tiempo»

Hoy es el día de la Madre y la mía se fue para siempre hace tres meses. Un mes antes supe cuánto me había querido.

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