Hablar del tiempo

No es nada inocente, la verdad. Es preferible que hablemos del tiempo a que nos fijemos en los presupuestos, en los desencuentros políticos o en la subida de la luz

Yolanda Vallejo

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De todo el catálogo de tópicos con los que nuestra ignorancia se empeña en describir a los habitantes de la pérfida Albión, me quedo siempre con tres, el sarcasmo, su impecable técnica a la hora de hacer colas –ahí es más envidia que otra cosa lo que me produce– y su recurrente conversación sobre el tiempo. Están también la flema, dirá usted, la puntualidad, el sentido del humor y la cortesía negativa, a medio camino entre la educación y la antipatía que tanto me cautiva de los ingleses, y que los hace parecer tan encantadoramente civilizados, incluso hablando del tiempo. Porque hablar del tiempo forma parte de esa manera tan británica de marcar distancias; una medida preventiva para evitar otros temas más personales o comprometidos. Hace frío, llueve, sale el sol, vuelve el calor. Ellos lo tienen fácil, claro está. En un mismo día, pueden utilizar todas las expresiones y frases hechas sobre la climatología sin faltar a la verdad. Incluso el «feeling under the weather» les sirve para cerrar filas en torno a su propia privacidad.

A mí siempre me pareció algo muy infantil hablar del tiempo, me resultaba un recurso demasiado obvio para entablar una conversación en ascensores, salas de espera de dentistas y puertas de colegio. Algo innecesario, la verdad, y en muchas ocasiones, estúpido. Como de no tener de qué hablar y comenzar por lo evidente; y aunque en contadas ocasiones, participé del ritual –lo cortés, que no quita lo displicente–, lo hice en el absoluto convencimiento de que quien habla del tiempo no era de fiar.

Lo que ocurre es que los tiempos, nunca mejor dicho, cambian. Y lo que nos anunciaron como cambio climático ha llegado para instalarse definitivamente. No hay más que sentarse delante del televisor a la hora del informativo, y comprobar que lo que antes se ventilaba en dos minutos, el mapa de isobaras, el mar de Alborán, el Anticiclón de las Azores y poco más, ocupa ahora casi tanto como el noticiero completo. Predicciones, fotografías de los espectadores –muy cursis todas y muy previsibles también–y un detalle tan pormenorizado de las temperaturas que nos obliga a taparnos con la manta mientras nos cuentan cómo bajarán los termómetros en Castilla-León. Y no sólo. Los periódicos ocupan gran parte de su espacio real y virtual con información meteorológica, como si de pronto, esa fuese la gran preocupación del país.

No es nada inocente, la verdad. Es preferible que hablemos del tiempo a que nos fijemos en los presupuestos, en los desencuentros políticos o en la subida de la luz. Nada. Todo el mundo llamando a las borrascas por su propio nombre, utilizando una verborrea endemoniada –sensación térmica, que es la más recurrente– y conjurando su suerte a lo que diga el móvil, «va a empezar a llover a las tres», «a las cuatro y media se quita el viento». Eso, por no hablar de los registros meteorológicos «es el verano más caluroso de cuantos se tienen registros», «el mes de marzo más lluvioso de los registrados», y así todo el rato. Muy entretenidos, por cierto. Y muy narcotizados, también. Pendientes del tiempo. Como los cofrades de antes, porque los de ahora van por ahí con las predicciones en la mano como si fuesen el libro de reglas de la hermandad. Manejando y estudiando los partes como los topógrafos militares antes de librar una batalla en campo abierto. La información, ya se sabe, es poder. Y hasta la Agencia Española de Meteorología estuvo barajando la posibilidad de cobrar un canon cofrade por adelantar la previsión del tiempo a los Consejos de Hermandades. Un disparate, por cierto, y algo bastante inútil. Porque aquí con dos gotas, se decide pronto y ligero, y entre lágrimas, dejar a los titulares en casa, no vaya a ser que el patrimonio –la sinécdoque también la manejan que da gusto– sufra o se deteriore más de lo sufrido o deteriorado que ya está.

Y así nos va. Mirando a un cielo caprichoso que ya no nos protege, y hablando del tiempo, sin darnos cuenta de que mientras llueve, o hace calor; mientras se va una borrasca y viene otra, pasan cosas en el mundo y pasan cosas a nuestro alrededor.

Pasan cosas, como la entrevista de Juan Carlos Monedero a Manuel Iborra, redescubriendo nuestra ciudad para la eternidad y hablando de nosotros como si fuésemos una tribu perdida de Zimbaue. Monedero, que ya vino en verano con la guitarra, el ajedrez y un pero en la maleta, y que siempre nos observa con su mirada entomológica –impagable lo del niño y el salto– cae en todos los tópicos de los que alguna vez habíamos intentado huir, sin éxito alguno, por lo que se ve. «Vamos a escuchar a esta gente», la sabiduría, el arte, la gracia, el senequismo de su alcalde mientras firma documentos en su despacho, –muy pemanianos los comentarios del entrevistador, todo hay que decirlo– las tonterías de siempre… En fin.

Casi que me va gustando hablar del tiempo, porque para lo que se avecina, no hay nada como empezar a marcar distancias. Por algo se empieza, lo de la flema, el sarcasmo y la cortesía negativa vienen de camino.

Solo es cuestión de esperar.

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