El matón está vencido

Ya no habrá más miedo porque el que pierde el miedo a morir no tiene miedo a nada

Hace un tiempo que escucho a Putin hablando desde el Krem-lin como desde el almacén de una venta después de una fiesta que ha ido demasiado lejos. Apesta a vino de tasca, saliva seca en las comisuras, exceso, culpa y desazón. Hay un neón ... que parpadea, una mosca, el agua sucia de las fregonas, las cajas de refrescos y una silla con las patas metálicas oxidadas por el tiempo y la humedad. Un viejo almanaque, el hueso amarillo de un jamón, serrín sobre las grasas, sobras con gusanos, cucarachas, frío interior, sarro en los dientes y ropa de ayer. Putin está acabado. Puede que no lo sepa, pero la luz de las bombas sobre la noche de las azoteas de Járkov relampaguean el perfil de su calavera política. No hay futuro para esta locura criminal. No hay pasado mañana para el horror. Habrá más muertes, seguro, y no sabemos cuántas.

Caerá Járkov, caerá Kiev y caerá Odessa. Caerán otros países, quizás, y la última caída será la suya. No hay vuelta atrás. Piénsalo así: si morimos todos, también morirá él. En los cráteres que dejan las bombas en los parques infantiles de las ciudades asediadas, y entre los cuerpos humeantes de los civiles que apagan con extintores los bomberos de la ciudad, se cava la tumba del tirano enloquecido. No sé cómo será el mundo después de esto, pero sé que no mandará él. Los que hace una semana me decían que una guerra a gran escala era impensable hoy no están tan seguros. Puede ocurrir que parar a Putin sea lo último que haga Occidente tal y como lo conocemos. Habrá valido la pena.

No hay quién detenga la revolución de los humillados. Hay fuegos que nunca se apagan. La democracia y la libertad son frágiles solo en apariencia. La paradoja del matón consiste en que lo infla el miedo que los demás le tienen, un temor que lo hace grande, pero mengua si esos otros le pierden el respeto. El orgullo ucraniano pinchó a Putin. A estas horas, un rebelde agita su bandera ante el oscuro, redondo y negro vacío del cañón un tanque. El pequeño gran hombre Zelenski cena con sus compadres en algún refugio embutidos con pan, arenques y vino de frasca. Ríen a carcajadas sobre la cochina fortuna que les espera y el destino que han escogido. No los cogerán vivos. En Moscú, la disidencia prepara las protestas contra el Gobierno. La armada francesa ha interceptado un barco ruso en las aguas del Canal. La hija de María –que limpia casas en Madrid–, se ha alistado como voluntaria en las milicias.

Un autobús cruza Europa en sentido contrario a los que huyen. Va lleno de hombres que ayer eran mecánicos, camareros, chóferes y albañiles, y que hoy se disponen a tomar las armas para defender lo suyo. Un solo palmo y un solo minuto bastarán. Van a la guerra cantando como se iba antes a la guerra. Una niña ha nacido en un refugio de Kiev.

Habrá pobreza, habrá represalias, despedidas, cristales rotos, muertos y tristeza. Habrá más guerra, Dios no lo quiera, y acaso sentiremos como siento ahora el escalofrío de las Termópilas y de Normandía, de Londres, de Gernika, Numancia y Zama, pero ya no habrá más miedo porque el que pierde el miedo a morir no tiene miedo a nada.

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