José Manuel Hesle

La feria del mar

Desde el baluarte de San Carlos y la Alameda cientos de cámaras, iphones y ojos inmortalizan el momento en el que un bosque de mástiles pone fondo al faro de las Puercas y de ahí, poner rumbo a poniente.

José Manuel Hesle
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En la retina colectiva se mantiene la silueta del Christian Radich poniendo proa a la bocana del muelle para esperar que el Cuauhtémoc, con su marinería encaramada a las vergas del trinquete y el mayor, regresara de cumplimentar al puente nuevo y dejarse abrazar por sus pilonas. Desde el baluarte de San Carlos y la Alameda cientos de cámaras, iphones y ojos inmortalizan el momento en el que un bosque de mástiles pone fondo al faro de las Puercas y de ahí, dejando San Sebastián a babor, poner rumbo a poniente. Hacia el océano infinito de los retos pero, no sin antes regalar a quienes observan desde Santa María y la Victoria la estampa siempre nostálgica y única de la carrera náutica recortada en lontananza.

La memoria de cuantos han pasado por el muelle retiene todavía los nombres de los más destacados veleros. Además de los ya nombrados, el Mir, el Statsraad Lehmkukl, el Simón Bolívar y, por supuesto, el Amerigo Vespucci.

Hemos tenido la oportunidad de recordar términos que fueron cotidianos en la ciudad de otros tiempos y hoy sumidos en el olvido. Proa, popa, babor y estribor. Trinquete, mayor, mesana, verga y botavara. Velas latinas, cuadradas, áulicas, en cuchillo o cangrejas. Nos hemos esforzado por diferenciar entre una goleta y una fragata. Un bergantín y un bergantín goleta. Y para nota, entre un laúd, un lugre, un cúter, un falucho o una yola.

Ahora cuando el horizonte ha terminado de engullir la última de las velas, el muelle se queda de nuevo baldío y enjaulado al otro lado de su verja. Vacio de vida y de gente. Un muelle que, salvo en ocasiones como esta, se desenvuelve al margen de la ciudad y una ciudad que continuará viendo día tras día como permanece cerrada esa puerta – la del Mar - que otrora fuera la entrada de culturas y costumbres, de arte y músicas, de remedios a los males e ingenios industriales, de especias y licores, de sedas finas y toda suerte de tejidos, de metales y maderas preciosas. En definitiva, de negocio, economía, crecimiento y desarrollo.

Esperemos que esta nueva dosis de regata sea suficiente para darnos la vuelta hacia ese mar del que ayer vino todo cuanto Cádiz necesita hoy. Ese mar del que en el presente solo nos llega el lamento de los barcos por construir que se nos van y el dolor de los que huyen del horror. Ese mar del que debe arribar, sin más demora, la fortuna de los días venideros. Acabó otra Regata y más que como la Gran Verbena de Cádiz, que augura un columnista de plantilla, yo apostaría con decisión porque comenzáramos a concebir un espacio anual para renovar la acuciante necesidad del reencuentro. La Feria del Mar. Una ocasión dónde el recordar lo que fuimos nos lleve necesariamente comprender lo que somos, construir el presente que precisamos y mirar con esperanza al futuro. Un momento clave en el calendario estival de la ciudad para exponer las últimas innovaciones en el ámbito de la náutica. Para visibilizar los logros en reproducción y manufacturas de productos marinos. En la gestión de los recursos del agua. La cocina creativa. Los certámenes y manifestaciones artísticas. La cultura y el emprendimiento de ida y vuelta. Y cada cuatro años los grandes veleros se sumarian al evento. Un acontecimiento que no ocuparía solo el terreno portuario sino otros lugares de la ciudad, como los antiguos Depósitos de Tabacalera y el paseo marítimo Puntales-Astilleros con su extraordinaria balconada a la bahía dónde, por cierto, no existe ni un solo establecimiento hotelero. Se imaginan.

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