Ramón Pérez Montero - OPINIÓN

Etruscos

Cortona es hoy una apacible ciudad que ha sabido conservar su rico legado cultural

Mi amigo Stephane Braud me ha brindado la oportunidad de conocer (disfrutar) la tierra mítica de los etruscos en su más profundo centro. Viajo, al llamado de su generosa invitación, hasta Cortona, la que en su momento fuera capital de aquel antiguo reino del que Roma, autora de su destrucción, recibiría su más valiosa herencia. Cortona es hoy una apacible ciudad que ha sabido conservar su rico legado cultural, tanto en su aspecto arquitectónico como gastronómico, y potenciarlo de cara al turismo norteamericano de alto poder adquisitivo que, por suerte para ella y para toda la región de la Toscana, las ha elegido como destino vacacional.

Stephane es un pintor de esencias. Sabe mezclar los pigmentos de la tierra del sur mediterráneo para conseguir imágenes robustas, de poderoso impacto visual, con motivos y diseños de notable inspiración warholiana. He sido testigo de su vigorosa creatividad en aquella planta baja del viejo palacio renacentista donde ha instalado sus talleres y la correspondiente sala de exposición.

Los visitantes podrán contemplar sus creaciones con el olor aún fresco a pintura, como quien acude a la atahona a comprar el pan recién salido del horno. Stephane es un explorador de mundos, tanto en sus aspectos geográficos como pictóricos. Nos ha sabido mostrar la magia de los fondos submarinos de los arrecifes de coral y el misterio entreabierto de las puertas venecianas y marroquíes. Ahora nos sorprende nuevamente con la mezcla de colores vivos de sus cubos de pintura a modo de botes de tomate Campbell.

Me dedico a recorrer la fértil tierra toscana mientras Stephane trabaja en su obra. Me acerco a las orillas del lago Trasimeno, allí donde Aníbal pudo haber cambiado el rumbo de la historia occidental de haber sido otro el signo de su decisión. Contemplo las pinturas que, a modo de cómics bíblicos, ilustran los muros de sus viejas iglesias, en Arezzo y San Gimignano. No puedo menos que pensar en el impacto psicológico que esta vigorosa propaganda institucional eclesiástica debió tener en la gente del pueblo que acudía a contemplarla con sus ojos aún llenos de las legañas de miedo del hombre medieval.

Busco entre las altivas copas de los cipreses la silueta de una vieja iglesia que cuando menos me evoque los últimos días de amor y tormento de aquel paciente inglés que, en la imaginación de Ondaatje, acabó en ella sus días. Trato de no dejarme arrastras por las riadas de japoneses que discurrían por delante de la misma Puerta del Paraíso ghibertiana tras los paraguas plegados de los guías a modo de pendones.

Respiro el aire caliente de la tarde en las mismas calles donde lo hiciera Petrarca, aunque sin dejarme llevar del señuelo turístico de la que se ofrece como la casa donde supuestamente moró quien hizo de la divina Laura el centro de sus lamentos poéticos. Aún guardo en mi conciencia la mancha roja de un vestido de novia sobre las losas del patio del Palazzo Vecchio, como un símbolo sangrante de virginidad perdida.

Gracias a Stephane me he sentido en su casa como en la mía. He comprado el tomate, el melón, la uva, el aceite y el queso fresco en la tienda de la esquina. Lo hemos compartido, junto con Safia, a la tarde, en cenas sencillas y amistosas, haciendo del francés nuestro idioma oficial en pleno corazón de la campiña italiana. También me calcé las zapatillas de deporte y corrí por las empinadas calles de Cortona. Mi modo de sellar el pacto con aquella tierra.

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