Francisco Apaolaza

Delfines en Madrid

Bajo el asfalto y el metal de Madrid discurre un río por el que nadan seres que en un momento creyeron ser otra cosa

Francisco Apaolaza
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En los matorrales de la Casa de Campo la policía ha encontrado el cadáver de un delfín, seco, putrefacto, enredado en una malla metálica como un canelón y se me antoja el monumento enorme a la nostalgia del hombre por el mar. El delfín es Ismael de ‘Moby Dick’ pero en sentido contrario, pues en lugar de acercarse al mar empujado por una pulsión irrefrenable, se aleja de él. Qué hubiera escrito del hallazgo Rafael Alberti, que estando en México tumbado en un sofá le dijo a su última mujer con esa voz de cueva: «Me encanta la palabra ‘alcauciles’. Vámonos a Cádiz». E hicieron las maletas camino de El Puerto de Santa María.

De críos desarrollábamos teorías absurdas y a la vez lógicas sobre las cosas y contábamos la historia falsa de un buceador arrojado en mitad de un bosque después de haber sido atrapado durante una de sus expediciones marinas por un tanque en la barriga de un hidroavión de las brigadas de bomberos forestales.

Quién sabe. En mi casa del boulevard de San Sebastián se contaba la historia de un señor que de tanto lloverle, se convirtió en anchoa.

A 400 kilómetros de mis mares juego con la idea de que el delfín ha emprendido el viaje siguiendo sus sueños hechos de tierra adentro. Lo imagino, harto de su vida húmeda, abandonando el frenesí de las estelas recién nacidas de las proas de los barcos y poniendo rumbo a Lisboa y saboreando las primeras dulzuras del Tajo en su estuario, donde más que río, parece mar, y remontando hacia el Jarama y el Manzanares, siempre río arriba empujado por el arrojo romántico y casi adolescente de los salmones. Y después ser, al fin, el primer cetáceo de la historia de Madrid, cumplir su sueño absurdo y morir entre los arbustos de la Casa de Campo, cerca del zoo en el que, en ocasiones y dependiendo del rumbo del viento, apesta a tigre de Bengala. La policía de Madrid maneja hipótesis menos literarias y baraja que alguien sacara al delfín de contexto llevado por la cercenadora costumbre de los hombres de convertir al mundo en su mascota.

Bajo el asfalto y el metal de Madrid discurre un río por el que nadan seres que en un momento creyeron ser otra cosa, de otro mundo. El Congreso de los Diputados a veces se me parece a un cementerio de ballenas en la Costa de los Esqueletos de Namibia, donde entra la niebla como un caballo a galope. Si uno mira la superficie fijamente, a veces se aparecen: ayer asomaron a respirar Pablo iglesias y Pedro Sánchez, que en algún momento quisieron ser lo que no son y además es imposible. Ahí andan, chocando la mano, regalándose libros, Pedro jugando a que puede ser presidente de España y Pablo que puede adentrarse por la selva hostil del poder real. ¿Quién esta libre salir a naufragar? Ya lo dijo Miguel Delibes: «El hombre libremente puede elegir su camino, pero no puede alterar a voluntad la luz bajo la cual camina».

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