OPINIÓN

Cuento de Reyes

Cuando llegaba el día, desde la mañana se le alborotaba algo por dentro y salía a quitarse los nervios dando un paseo por la ciudad que aquella tarde sería suya

Cuando llegaba el día, desde la mañana se le alborotaba algo por dentro y salía a quitarse los nervios dando un paseo por la ciudad que aquella tarde sería suya. Faltaban solo unas horas para que entrara en barco en la Bahía de la Concha ... y que desde el ‘Aitona Julián’ sintiera el rugido de los gritos de los niños al otro lado de la playa sobre la barandilla. Por dentro se sonreía y ya se los imaginaba saludándole desde el espigón del muelle, cada uno queriendo que lo mirara a él, extendiendo al cielo las manos para trincar algún caramelo en la cabalgata, llamándolo con ese grito que no abandonaría hasta la noche: «Gaspar, Gaspar, Gaspar...».

Aún no le reconocía nadie y los niños lo miraban como a cualquiera pues para que le reconocieran tenía que vestirse como ellos pensaban que se vestía un rey. Por eso, Melchor, Baltasar y él tenían que disfrazarse: se pintaban la cara con maquillaje y purpurina, se metían los bajos de los pantalones por dentro de los calcetines para que no les asomaran debajo del traje y después se ponían encima unas túnicas de terciopelo malo, guantes blancos de ladrón, cinturones de cuero dorado, la capa larguísima, zapatones moros, una barba postiza que les picaba muchísimo, una peluca y, encima de todo, una corona con piedras preciosas de plástico que les hacía marca en la frente. Esa corona les ponía un dolor de cabeza terrible. En esto, Baltasar tenía mucha suerte porque en lugar de corona, llevaba un turbante que no hacía daño y se ahorraba también la peluca.

Así vestidos entraban en la ciudad y entonces los críos sí se volvían locos desde que los veían llegar en los barcos que por cierto iban llenos de cajas de cartón vacías envueltas con papel de regalo para que los críos pensaran que eran juguetes. Embarcaban también a unos músicos de una charanga vestidos de egipcios que tocaban villancicos con mucho trompetazo. En el Ayuntamiento recibían a miles de niños y todos juraban haber sido muy buenos. Algunos lloraban de nervios y les llenaban la barba de babas y de mocos, pero no le importaba porque estar con esos niños era su momento preferido del año.

Después en la cabalgata, se subía a una carroza altísima iluminada por focos que hacían brillar su peluca y su barba doradas y se hacía enorme y cuando abría los brazos parecía que cabía en ellos todo Donosti. De vez en cuando, entre aspavientos y brazadas de caramelos, señalaba a un niño con el dedo desde arriba y le miraba fijamente al pasar muy serio y el niño gritaba que lo había saludado a él o se quedaba quieto con los ojos y la boca muy abiertos.

Durante todo el trayecto le perseguía aquel grito como un aullido que se le quedaba dentro de la cabeza como cuando uno duerme cerca de la orilla y de fondo escucha el ruido del mar. «Gaspar...». En casa, sin el maquillaje pero con la frente aún marcada en rojo por la puñetera corona, se sentaba durante un buen rato en el sofá a leer las cartas de los niños. Unos querían todos los juguetes y otros, solo un trabajo fijo para el aita o que se pusiera bueno el abuelo. Ya de madrugada, Gaspar se acostaba agotado. Entonces pensaba en los niños, cerraba los ojos y hacía su magia. Al día siguiente, mi padre volvía a fingir que se llamaba Paco Apaolaza y que no era un Rey Mago.

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