OPINIÓN

Carnaza

Sé que la obligación de los medios es la de informar, pero de informar a convertir un hecho trágico en un modo de aumentar las cifras de audiencia, media un abismo.

Ramón Pérez

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No quiero contribuir ni un ápice a tan lamentable espectáculo. No quiero echar ni una sola ramita a la pira informativa donde arde ya la víctima. No voy a decir su nombre. Solo quiero mostrar mi repudio a este nuevo circo que los medios de comunicación de masas han montado ya en torno a la desgraciada muerte de una (otra) muchacha.

Sé que la obligación de los medios es la de informar, pero de informar a convertir un hecho trágico en un modo de aumentar las cifras de audiencia, media un abismo. Un abismo donde se pierde todo atisbo de dignidad humana. Se ha cometido un crimen. Un nuevo crimen, para subrayar, como si no lo supiéramos ya, que la naturaleza humana es adicta a la violencia, al ensañamiento sobre el semejante, al derramamiento congénere de sangre. Esclarecer los hechos y castigar al culpable es asunto que debemos dejar en manos de la justicia. Es esta la que debe, en el caso de que fuera eso posible, ofrecer ese mínimo consuelo a la familia.

Pero no. Ahora nos esperan semanas, meses, años quizás, en los que el cadáver de esa joven aparecerá en primera plana de los periódicos, en las emisoras de radio, en los platós de todas las televisiones como carnaza para los deseos morbosos de los espectadores que, bajo el manido disfraz de la conmiseración, querrán saber cada detalle del cómo, del dónde, del horror vivido por la nueva mártir, de la perversión del victimario.

Quien, falsamente concernido, quiera solazarse con tanto dolor, solo tendrá que poner el televisor desde primera hora de la mañana o en las profundidades de la madrugada, para relamerse con los ‘sucutruculentos’ relatos de los periodistas intrépidos que parecerán haber estado allí, de forenses y criminólogos de pacotilla que una y otra vez diseccionarán el cadáver bajo las luces de los platós, de psicólogos y psiquiatras que explorarán las alcantarillas del alma del asesino, de los maquillados rostros de las presentadoras que, con discurso compungido y cachés millonarios, incitarán continuamente al llanto.

Y todo ello movido por una perversa maquinaria . Ya sabemos, el torbellino con su ojo en el suceso que provoca un vertiginoso incremento de cuotas de pantalla, que a su vez desencadena el aluvión publicitario, que estimula el aumento del consumo y acaba llenando los bolsillos de todos los que participan la impúdica exhibición. La muerte convertida, una vez más, en mercancía. La desgracia de una familia explotada como una mina de diamantes.

Las declaraciones de un familiar cercano (mejor cuanto más cercano), las palabras de una amiga de toda la vida, el testimonio del desconocido que tuvo la suerte de ser el último en verla con vida, valen su peso en oro para el medio que lo difunda. Los abogados de una y otra parte suelen aprovechar el tirón televisivo para tener su minuto de gloria. Los responsables políticos irrumpen sin pudor en las pantallas para que nos sintamos agradecidos a quienes velan por nuestra seguridad. Los jefes policiales aparecen en ruedas de prensa para ponernos al tanto de las arduas pesquisas realizadas. Unas imágenes, a cámara lenta, repetidas hasta la saciedad, del homicida a las puertas de un juzgado tratando de ocultar su rostro será la sabrosa salsa visual en cada plato de este interminable festín.

Me niego a escribir su nombre. Apagaré la televisión apenas esta pretenda seguir atiborrándome de información sobre el suceso. Rehusaré su diario convite al reparto del dolor. Por respeto a la víctima. Por respeto a mí mismo.

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