OPINIÓN

Cádiz y los turistas sin zapatos

Quienes llegan en patera vienen descalzos, mientras que los que arriban en los cruceros llenan las zapaterías

Siempre ha habido clases. Siempre las habrá. Cuando el primer Neandertal dijo que ese trozo de tierra era suyo se marcaron las normas. Están los de arriba, los que cuentan cómo es el cielo y los que reparten, con un antojo caprichoso y siempre a su favor, los permisos para entrar. No son los más guapos, son la belleza. No son quienes tienen el poder, son el poder mismo. Desde arriba, porque donde quiera que estén se llamará arriba, contemplan estupefactos a los de abajo, a los sin nombre, a los carasucias. No es que estén sucios, es que ellos son la misma mierda. Lo que los de arriba han decidido que sea la mierda.

Esta semana que anuncia verano nos ha dejado a los gaditanos el contraste de los de arriba y los de abajo. La llegada de miles de cruceristas, apóstoles de un dios inmisericorde llamado dinero, a la provincia de Cádiz coincidió con el intento desesperado de los inmigrantes, hijos bastardos del mismo dios que mima a quienes ya lo tienen todo, de alcanzar la orilla de una tierra hospitalaria siempre que no se mezclen los de ‘bussiness’ con los de clase turista. Paradojas de la vida, probablemente cada uno de los desheredados que viajaba a medio metro del agua pagó su billete mucho más caro que quien necesitaba una pasarela para pisar la tierra. Quienes reparten las cartas eligen cómo se juega.

Observando a quienes llegan, en un leviatán de alegres colores o en un jumento que se cae a jirones, se descubren cosas curiosas. Lo que más suelen comprar quienes llegan hasta Cádiz en los lujosos cruceros son zapatos, que acabarán acumulados con los que ya portaban cuando pisaron la ciudad. Las zapaterías, al verlos llegar de lejos desde la torre mirador de la web de la Autoridad Portuaria, abren sus puertas a gritos. Quienes alcanzan la costa en patera tienen los pies descalzos. Se les da agua contra la sed, fruta contra el hambre y mantas contra el frío. Pero se les deja los pies descalzos, para que se acostumbren a que la tierra que pisan no es cómoda, no les quiere, no es la suya. No están arriba, tuvieron que entrar por la puerta del servicio y ésa es la que tiene más cerrojos. Y más porteros.

El mar que es puerta de entrada acaba siendo también la de salida. Tras una estancia corta, unos y otros acabarán volviendo a sus países. Unos, con zapatos, sonrisas y, quizá, pensando en volver. Los otros sin zapatos, con sensación de fracaso y pensando en volver.

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