Francisco Apaolaza

En mi cabeza, Zaplana era negro

En mi cabeza, Eduardo Zaplana era negro. Su piel, sus facciones, el swing de sus movimientos

Francisco Apaolaza

En mi cabeza, Eduardo Zaplana era negro. Su piel, sus facciones, el swing de sus movimientos. Hace unos años compartí gimnasio de lujo con el último ángel caído del aznarismo y recuerdo su bronceada forma física de gladiador de Cartagena. Un tipo atlético, con fuste. Hubo mucha coña en España con que si estaba demasiado moreno. Un programa de televisión hasta le pasó el algodón por el cuello. Zaplana y Christine Lagarde son dueños de un tinte especial porque pertenecen a una raza extraña y poderosa. Releo un perfil de 2004 en el que el ministro daba explicaciones de su tono de piel y aceptaba desear el poder para eliminar el hambre y las desigualdades del mundo. Eso se lo dirás a todas. También afirmaba sentirse cómodo leyendo cualquier libro y la declaración me ha resultado de lo más inquietante.

He visto en los informativos el perfil de Zaplana en el asiento de atrás de un coche de la Guardia Civil hecho fantasma borroso. Es la forma que termina por tomar el poder en España. El altillo de los cadáveres legislativos de este país es el asiento de atrás de un coche de la policía. Ahí viaja una generación entera, desaparecida, caída en desgracia, a punto de ser extinta. Andaban hasta ayer echando paladas de tierra sobre primeras piedras y hoy penan mendigando reducciones de condena en los banquillos. Estuve en la Audiencia Nacional el día en que coincidieron los procesos de la Gürtel y las Black y no podría haber dicho si se celebraba el receso de un juicio o la fiesta de la inauguración de un polideportivo de finales de los noventa. Recordaba a la de Pocholo Martínez-Bordiú la mochila del Bigotes moviéndose entre ese gentío de acusados y letrados con los que se podría haber llenado una sala de conciertos. La historia de España hacía cola ante una máquina de café. Aquella clase política hinchada con el gas de la burbuja inmobiliaria llena hoy las secciones de tribunales de los periódicos -camposanto de papel-, barrida y diezmada como la generación de la heroína de Vallecas. Llevada según de qué manera y con qué ambiciones, la función pública puede terminar peor que el jaco.

A Zaplana lo acusan de blanqueo de capitales y delitos fiscales por repatriar desde algún paraíso diez presuntos millones de euros. O más. Los delitos en los que habría incurrido para conseguirlos han prescrito ya. A la operación que ha ‘pujolizado’ al ex ministro y los Cotinos se ha bautizado como Erial y el nombre es pura justicia poética en esta España presunta de sí misma. El mecanismo de la investigación resulta magnífico. Los papeles que incriminan supuestamente a Zaplana estaban en manos de Marcos Benavent, autodenominado yonki del dinero que un día vio la luz, pero antes vio la pasta, naturalmente. Ojo que a Benavent le dio los papeles un sirio de la Siria que llegó a su puerta con el pastel bajo el brazo como un rey mago de Oriente. Oro, incienso y papeles del aznarismo. Dicen que los había encontrado en un piso en el que había entrado a vivir. Cuando se muda, la gente se deja cada cosa. Al viajar siempre miro en los cajones de los hoteles por si alguien ha dejado una biblia con la intención de salvarme. Ahora temo encontrarme una carpeta de alguna adjudicación ilegal de una obra en el Levante. Suena demasiado esto a lo de otras veces. Zaplana se había escapado de todos los follones como un luchador asiático con el cuerpo cubierto de aceite. También podría ser que saliera indemne de este, pero yo de él iría buscando un buen juez.

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