El Rey demiurgo

Juan Carlos es a los 80 años un jubilado hedonista, con prisa por vivir pisando el acelerador en su último trayecto

Ignacio Camacho

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Cuando Nasser forzó con un cuartelazo la abdicación de Faruk de Egipto, el monarca destituido vaticinó en una célebre frase que antes de que acabase el siglo XX no quedarían en el mundo más reyes que el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Se equivocó: han caído desde entonces algunas coronas pero aún se mantienen en pie dos docenas además de la británica. En el mundo árabe están Arabia Saudí, los emiratos, Marruecos y Jordania; en Oceanía quedan algunos extravagantes y minúsculos reinos, y Japón en el este de Asia. En Europa, amén de la pintoresca corte monegasca y de Liechtenstein y sus pantallas fiduciarias, existen ocho dinastías reinantes al frente de otras tantas avanzadas y prósperas democracias. El día que Juan Carlos I cumple 80 años, víspera de la fiesta de los Reyes Magos, es de justicia recordar hasta qué punto la monarquía ha resultado clave en la estabilidad y el progreso de España.

El vértigo social y político de la etapa reciente no puede empañar la perspectiva histórica del rey emérito, que aun en pleno declive de su prestigio personal tuvo reflejos para detectar la necesidad del relevo. La operación sucesoria ha sido el último gran éxito institucional del Estado, capaz de renovar su cúpula en un momento crítico que amenazaba con colapsar el sistema entero. Ese salto al vacío cerró el reinado juancarlista con un bucle de intuición que lo enlaza con el de su propio comienzo: la perspicacia para entender cuándo se agotaba un ciclo y era preciso abrir otro nuevo.

La visión demiúrgica del Rey que restauró el sistema democrático, desmantelando una dictadura cuyos poderes absolutos había heredado, constituirá para siempre una monumental demostración de pujanza, determinación y liderazgo que sobresale en la Historia dramática del siglo XX español muy por encima de las deplorables vicisitudes de las cacerías africanas, la amante comisionista o el yerno de brazos demasiado largos. Esos episodios de falta de ejemplaridad son errores de decadencia que se perderán en la hojarasca del pasado cuando la trivialidad posmoderna no sea más que un anecdotario. La superación de las heridas de la guerra civil en una larga paz constitucional y el retorno del país a la Europa libre de la que se había descolgado conforman un legado imbatible, un paradigma categórico de trascendencia objetiva sobrada para superar los aciagos devaneos de los últimos años.

Juan Carlos es hoy un jubilado con prisa por vivir, entregado al recorrido hedonista de su último trayecto. Esta es una época de presentismo acelerado y tajante, cruel con la memoria, y el reconocimiento que merece su gigantesca obra política no llegará hasta el instante mismo de su entierro. La lúgubre profecía de Faruk la supo conjurar con un volantazo a tiempo. Su verdadera herencia lleva sus genes de instinto y ya ha demostrado que sabe ejercerlos. Se llama Felipe VI.

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