Rosa Belmonte

Collonades

Las decepciones producidas por el cine de hoy tienen remedio, pero las de la política no

Rosa Belmonte
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Cada vez que voy al cine llego a mi casa con ganas de ver «Eva al desnudo», «El crepúsculo de los dioses», «Centauros del desierto», «El apartamento», «Encadenados» y «El padrino». Una detrás de otra. Como el que se ducha con estropajo después de haberse caído en un basurero. Que no digo que «Spotlight» sea basura, sólo una película que cuenta de forma vulgar una historia que ya conocíamos (por no hablar de la ciencia ficción que supone para nosotros: el periodismo español, aparte de tener mucha prisa, es más de filtración que de investigación). Y no nos engañemos, Rachel McAdams nunca va a estar mejor de lo que estuvo en «Chicas malas».

Pero mientras que las decepciones del cine tienen remedio, las de la política, no.

Además de ser más perniciosas. Si a uno no le gusta «El renacido» puede resarcirse viendo «La reina de África». Si a uno no le gustan Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y todos los secundarios se la envaina. Y los secundarios en la política tampoco tienen el encanto que en el cine. Una no ha conocido en directo a Churchill, Adenauer, Ben Gurion, Adlai Stevenson o cualquiera con más dedos de frente de lo que tenemos por aquí (y por allí). Pablo Iglesias y Albert Rivera se están lanzando a Otegi y a Leopoldo López en una guerra de tuits, que son los modernos lanzamientos de tartas del Gordo y el Flaco. Que uno es preso político y el que acaba de ser despachado de la cárcel de Logroño no lo era es algo que no está en discusión. Si crees que sí es como afirmar que la nieve es verde, y Whoopi Goldberg, blanca (no sé si es porque hasta sueño con Rita Barberá, pero me da la impresión de que llegadas a cierta edad han empezado a parecerse).

Pablo Iglesias dice, a propósito de Otegi, que nadie debe ir a la cárcel por sus ideas, y se queda tan ancho. A sus partidarios les parece bien. Eso no es una mayoría silenciosa a la manera de la de Nixon, es una mayoría ruidosa. Como ayer apuntaba José Antonio Montano en Twitter, «desde los llenos de la plaza de Oriente, no había habido en España una cantidad significativa de antidemócratas como la hay ahora con Podemos».

Escribió Foxá que Azaña «era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de la revancha. Un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios de Correos, de abogadotes y tertulianos mal vestidos, triunfaban con su exaltación». Pero eso pasa también, sin Guerra Civil ni muertos que achacarle, con Paula Echevarría. El símbolo de la mediocridad de España. La opresión de la mayoría. La medida de todas las cosas. También del extranjero. La Duquesa de Cambridge es una especie de Paula Echevarría británica.

Lo peor de todo es que ni siquiera es necesario acercarse a los 80 para mostrarse como Pla en «Notas del crepúsculo»: «No ha habido nada que me deslumbrara, jamás: ni el dinero, ni la publicidad, ni el bienestar (que no existe), ni la felicidad (que aún existe menos), ni la política, ni la consideración, ni la perfección, ni el redentorismo, ni la revolución, ni un fanatismo cualquiera, ni la inmensa cantidad de collonades grotescas que presenta la vida…». Una investidura de Exín Castillos es una de esas collonades. Cuando María Dolores Pradera sacó su primer disco en cedé le llevó uno a Lola Beltrán. «Ay, Dolores, nos hemos quedado en nada», se lamentó la mexicana. Pues anda que cuando Otegi sea lendakari...

Ya me veo como Mia Farrow en «La rosa púrpura de El Cairo». Metiéndome en el cine (sin traspasar la pantalla) para olvidar. Pero no para olvidar el inofensivo cine malo, sino lo malo que está por venir.

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