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Diputaciones

Ximo Puig, que fue alcalde, sabe de sobra para qué sirven las diputaciones; su propuesta debe partir del cálculo político

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Los lectores habituales de la edición valenciana de ABC recordarán que este periódico fue especialmente crítico con la gestión del expresidente de la Diputación de Alicante Joaquín Ripoll durante los ocho años que se mantuvo en el cargo. Una postura crítica que se fundamentaba en la convicción de que las formas con las que Ripoll gestionaba la institución provincial estaban muy alejadas de la responsabilidad política. Autoasignarse un sueldo de casi 100.000 euros -más que el presidente del Gobierno de entonces- cuando ya asomaba la crisis, o multiplicar exponencialmente la nómina de asesores «a dedo» para dar cabida a sus fieles en plena guerra interna en el PPCV son solo dos ejemplos.

Sin embargo, y a pesar de Ripoll y sus manejos, la Diputación siguió prestando en esos años servicios impagables a los municipios de la provincia, especialmente los más pequeños, haciendo buena la definición de «ayuntamiento de ayuntamientos».

A mi, por lo pronto, me facilitó sobremanera los viajes entre Alcoy y el pueblo de mi entonces novia y hoy esposa, Banyeres de Mariola, al renovar la carretera CV-795 que atraviesa la sierra y facilitar las comunicaciones entre poblaciones de una zona históricamente «impracticable», por decirlo suavemente -los que conozcan la montaña alicantina sabrán a qué me refiero-.

Sería de ilusos -por seguir usando terminología suave- pensar que la Generalitat iba a llegar a ese nivel de detalle. Al final, una carretera de veinte kilómetros que atraviesa un bello paraje y une una localidad de 65.000 habitantes con otra de 6.000. Si la Diputación de Alicante no hubiese existido, dudo que a estas alturas esa carretera fuera poco más que el camino de cabras que siempre había sido. Y quizá yo habría tenido que romper unos cuantos amortiguadores más para llevar a buen puerto mi noviazgo.

Puede parecer anecdótico, pero servicios como ese, e incluso mucho más importantes -mantenimiento de redes hídricas, recaudación tributaria, asesoramiento legal para los consistorios más reducidos...-, los prestan las tres diputaciones a lo largo y ancho de los 23.000 kilómetros cuadrados de la Comunidad todos los días. Servicios cuya trascendencia para miles de valencianos resulta difícil de calibrar mirando por la ventana de un despacho en la calle Cavallers en la capital del Turia.

Pues eso es justo lo que pretende el socialista Ximo Puig si llega a convertirse en el presidente de la Generalitat menos votado de la historia. Vaciar de competencias las diputaciones -ya que no puede eliminarlas sin modificar la Constitución- gracias a una ley de 1983, transferir a la Generalitat sus presupuestos (casi 800 millones de euros anuales) y centralizar su ingente labor diaria en el Ejecutivo autonómico. Una idea -rechazada incluso por dirigentes acreditados de sus propias filas- que solo puede plantearse desde la miopía gestora o desde el cálculo político. Dado que Puig ha sido durante muchos años alcalde de Morella (2.800 habitantes), sabe de sobra para qué sirven las diputaciones. Así que me inclino por la segunda.

El socialista sabe que -como publicó ABC en octubre- según las encuestas conocidas hasta ahora el PPCV no tendría mayoría absoluta en las Cortes, pero retendría las tres diputaciones. Aún en el caso de que Compromís y Podemos le permitieran presidir la Generalitat, Puig no solo sería un presidente rehén de sus socios -que quiero creer mucho más a la izquierda que el PSPV-, sino que tendría enfrente a tres barones provinciales del PP que le complicarían la existencia cada dos por tres. De ahí que se empecine en una idea que defiende en solitario, y que llevaría el caos a la vida diaria de miles de valencianos.

dmartinezjorda@abc.es

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