El último órdago de los padres desesperados con hijos conflictivos o con problemas de salud mental

Los progenitores que no saben cómo lograr que sus hijos salgan de situaciones conflictivas o consumos de riesgo y mantengan una buena relación familiar deciden ingresarles en centros residenciales con la esperanza de que mejoren después de un constante ir y venir por consultas de psicólogos, psiquiatras...

«Es imposible que un niño se valore si sus padres le etiquetan, comparan, o chantajean a cada paso que da»

La madre de familia numerosa que te hace la compra, cocina y te deja la nevera llena de comida

Todos los días, los menores combinan sus terapias individuales y colectivas y sus clases académicas con deporte
Laura Peraita

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Con tan solo 12 años, Alicia descubrió el amor con el chico equivocado. Él le sacaba unos años, un tiempo más que suficiente para sumergirse en el mundo del vicio. «Cuando le conocí, él ya consumía drogas. Para sentirme parte de su grupo empecé a fumar porros y a beber alcohol . Estuve dos años y medio con él. La relación se fue haciendo cada vez más tóxica. También tomé pastillas, LSD, cristal... Bajo todos estos efectos me volví agresiva. Recuerdo que tras mi primera pelea volví a casa y, en vez de arrepentirme, me puse a ver vídeos de personas pegándose. Me gustaba».

La cosa se complicó al llegar la cuarentena por el Covid-19. «Robaba dinero a mis padres y me escapaba para comprar porros. Me metía todo lo que podía y más. Mis padres se dieron cuenta de que yo no era yo. Antes de todo esto me quedaba por las noches en el sofá junto a mi madre charlando hasta que nos dormíamos. Pasé de ser su niña pequeña, su mundo, su todo , a no ser nada porque ya no estaba nunca. Salía todos los días y cuando estaba en casa me encerraba en mi habitación enganchada al móvil hablando con mi novio o viendo redes sociales. Pasaba de mis padres».

Al poco tiempo, Alicia conoció a otro chico. Comenzó una nueva relación y ya solo aparecía en casa para ducharse . « Mis padres no aguantaron más y me denunciaron . Me ingresaron en un centro para desintoxicarme: Sentí mucha rabia hacia mis padres. En aquel centro estuve rodeada de personas de 30 años que también se habían enganchado a la droga e intentaban curarse. Observarlas fue como verme en el futuro. Eran adultos con mentalidad de 15 años . Me dio mucho miedo. Me di cuenta de que no quería drogarme».

Alicia, en su habitación del centro residencial, escribe su biografía para reflexionar sobre su vida

«Me tiré por una ventana para escaparme con mi novio. Me rompí varias vértebras, no me maté de milagro. Para mí aquello fue un acto de amor; hoy sé que hice una gilipollez»

A su novio le pusieron como condición que si dejaba las drogas y se hacía un test de orina para ver que estaba limpio podría ir a visitarla. «Él decía siempre que sí, pero nunca venía. Me afectó mucho. El día de mi cumpleaños le llamé y le pedí que, por favor, viniera porque necesitaba verle. Estuve todo el día ilusionadísima por aquel encuentro. No se presentó . Lloré toda la noche», recuerda esta joven que acababa de cumplir 16 años.

Dos semanas más tarde, en septiembre del año pasado, durante una llamada telefónica discutieron muchísimo por un asunto de infidelidades. Ese día, Alicia se tiró por una ventana para escaparse con su novio. Se rompió varias vértebras. «No me maté de milagro porque por pocos centímetros casi me doy con un bordillo en la cabeza. No me di cuenta de mi acto impulsivo hasta hace poco. Para mí aquello fue un acto de amor porque le quería muchísimo y necesitaba estar con él. Hoy, unos meses después, pienso que ha sido una gilipollez, que estaba cegada».

«Solo recuerdo estar tumbada en una cama y que mordí a alguien; me pincharon algo y acabé en un psiquiátrico en el que estuve dos semanas»

Tuvieron que operarla y estuvo en silla de ruedas. «Nos fuimos al pueblo y allí me metía de todo. Llegaba a casa drogada. Y borracha. Un día discutí mucho con mi madre y fui a pegarla, pero se interpuso mi tío para evitarlo y le pegué a él. Llamaron a la policía y vino también una ambulancia . Me llevaron a un hospital. Solo recuerdo estar tumbada en una cama y que mordí a alguien; me pincharon algo y acabé en un psiquiátrico en el que estuve dos semanas. Después me trajeron a Recurra-Ginso».

Su vida en los últimos 6 meses, tal y como cuenta, ha cambiado mucho. « Llegué a este centro residencial tomando doce fármacos al día y actualmente tomo 3. Ahora no quiero droga, respeto a quien la quiera, pero yo no la quiero para nada. Me he dado cuenta de que tengo unos padres que me quieren y que todo lo que hacían era lo mejor para mí. Me alegro mucho de haber entrado aquí. Mis educadoras y psicólogas son estrictas, pero me apoyan en todo, me ayudan a reflexionar mucho para darme cuenta de que si piensas en el no, no lo vas a conseguir nunca, pero las personas somos fuertes y siempre podemos luchar por nuestros objetivos . Ellas sienten lo que les digo, se ponen en mi lugar y me hacen comprender las cosas de verdad. No miran el reloj para irse a su casa, me acompañan en todo momento cuando me siento mal y no es gente que busca la puntilla para sancionarte. Me ha costado mucho dar el cambio. Nos permiten salidas fuera del centro con nuestros padres si logramos reunir puntos por buen comportamiento y, de hecho, he perdido varias veces la oportunidad, pero ahora ya estoy mejor».

Vista de habitación individual con baño de los adolescentes

«Si yo he podido, todo el mundo puede»

Alicia aconseja a los jóvenes en situaciones parecidas a la suya que si se dan cuenta de que las cosas no están bien, que cambién, que se puede. «Si yo he podido, todo el mundo puede. Hay que tirar hacia delante. Todo el mundo debe tener un futuro. La vida no es solo drogarse y salir de fiesta; es la familia y el amor propio que es lo mejor que hay. Yo ahora me quiero y eso mola, te hace tener un cariño por dentro», asegura mientras se siente esperanzada por terminar su proceso, regresar a su casa y estar con su familia dentro de unos meses.

Reconoce, incluso, que se puede vivir sin móvil. «Me costó al principio, no usarlo, pero ya no lo utilizo para nada. Ahora bajo a la biblioteca del centro, cojo libros y me meto en ellos como si fuera la mejor serie de Netflix. Es increíble, pero me he dado cuenta de que no necesito el móvil y eso que yo era de estar todo el rato con él, subiendo vídeos... Hay aficiones, como la natación, que dejé de lado por el móvil. Y la relación familiar también se ve muy afectada por usarlo a todas horas . La verdad es que llevo muy bien estar sin él», confiesa aún con asombro.

Los menores no desatienden sus responsabilidades académicas diarias

Padres desesperados

Alicia es solo un ejemplo de los numerosos casos de menores que cada año ocupan una de las 96 plazas disponibles en el Centro Terapéutico Residencial privado Recurra Ginso. Un ingreso que no es nada fácil para ninguna de las partes. «Vemos padres desesperados. No saben qué hacer con sus hijos y piensan que somos su último recurso porque la situación ya se les ha ido de las manos —apunta Antonio Giménez , subdirector de este centro—. Han intentado otras vías para ayudar a sus pequeños, pero no les han funcionado. Viven en constante estado de alerta, incluso por las noches no duermen porque temen que sus hijos puedan hacer algo horrible y tienen que vigilarles. Traen mucha, muchísima desesperación».

El centro cuenta con numerosos carteles, muchos escritos por los propios adolescentes

Son padres de menores con perfiles muy dispares : que quieren irse de casa, que tienen conductas de riesgo, embarazos no deseados, que consumen drogas, que pertenecen a bandas, que son violentos, que ya han tonteado con la delincuencia, con la justicia... También los hay con perfiles más clínicos , en los que entran en juego las autolesiones, intentos de suicidio, trastornos de conducta alimentaria..., así como jóvenes con grandes dificultades para gestionar acontecimientos dolorosos, traumáticos, como el fallecimiento de familiares o un divorcio mal gestionado por sus padres. Por último, también tratan a chicos adoptados que no saben gestionar sus orígenes ni el hecho de haber sido abandonados por su familia biológica. La mayoría pertenecen a familias acomodadas, puesto que la plaza en este centro cuesta 4.200 euros al mes, aunque una parte la subvenciona el Instituto Nacional de la Seguridad Social.

Video. Antonio Giménez, subdirector del centro, les abre la puerta de acesso a la zona deportiva G.Navarro

Antes de cada ingreso, los especialistas de este centro se reúnen con los padres para realizar un diagnóstico de cada caso y definir qué problemas y necesidades tiene cada familia «porque las intervenciones se realizan directamente con los chicos que ingresan en la residencia, pero sus familiares también hacen terapia, unas veces con sus hijos y otras de manera independiente», apunta Antonio Giménez. «El objetivo —prosigue— es ayudar a que los jóvenes entiendan que el camino que estaban siguiendo era una continua situación de riesgo , no solo contra su propia integridad y vida por los consumos dañinos o las autolesiones, sino porque estaban poniendo también en peligro la relación familiar y el buen funcionamiento de los afectos. Les hacemos ver que hay cosas que reparar y que hay que trabajar con ellos en muchos sentidos: académicamente, emocionalmente, conductualmente, en deshabituación de drogas, en conductas violentas, sexuales...».

«Los primeros que trabajan con los chicos nuevos son el resto de compañeros que ya están aquí conviviendo, que son adolescentes con historias muy similares y conflictivas. El grupo de iguales se acerca, les recoge, les entiende y anima»

Como es lógico, ellos no quieren quedarse en el centro, desean seguir con su rutinas, malas o peores, pero sus rutinas. A los profesionales que les reciben (médicos, psiquiatras, terapeutas ocupacionales, educadores, trabajadores sociales nutricionistas, enfermeras...) les miran con rechazo . Los ven como adultos de los que desconfían. «Nos obstante, los primeros que trabajan con los chicos nuevos son el resto de compañeros que ya están aquí conviviendo, adolescentes con historias muy similares y conflictivas. El grupo de iguales se acerca, les recoge, les entiende y anima. Mientras, el recién llegado observa cómo estos chicos se relacionan con los adultos de una manera cordial, agradable, incluso afectuosa. Además, s e da cuenta de que el resto no quiere irse, asiste a las terapias, a las clases del curso ... Es entonces cuando empiezan a relajarse y a confiar un poco más en su entorno. Tienden a idealizar la posibilidad de que sus familias les saquen de esta estancia. Piensan en que tras quince días, cuando realicen la primera llamada telefónica permitida a sus padres les pedirán perdón para que les saquen de allí. Sus compañeros le dicen que no pierda el tiempo porque eso no va a ocurrir».

Fase de trabajo y recuperación

Cada día tienen varias reuniones conjuntas para analizar cómo se encuentran cada uno

Superada esta primera fase, empiezan a sentir una especie de alivio al verse inmersos en el proceso de recuperación. «Tras esta toma de conciencia viene la parte complicada, que es cumplir objetivos y esforzarse en hacer el trabajo diario, porque hay un desgaste; no quieren estar aquí —apunta Antonio Giménez—. Les escuchamos y nos cuentan muchos detalles que les pasan y que quizá sus padres no conocen pero que dan sentido a su historia. Las piezas van encajando. Hay una acción muy importante y es que escriben su biografía; es decir, ponen por escrito todo lo que recuerdan, cómo les ha afectado esa muerte del abuelo, el cambio de colegio, la llegada del hermano, el divorcio de sus padres... Las familias, más tarde, vienen en varias ocasiones a hacer terapia con su hijo. Poco a poco, los padres empiezan a entender en qué momento cambia todo, las dificultades y emociones que se les han pasado por alto. Todo esto ayuda en el proceso de reparación del daño que se ha producido».

Rutina diaria

Los menores pasan una media de ocho meses de estancia residencial, según el caso. Cada mañana, antes del desayuno, deben dejar su habitación y baño perfectamente limpios y ordenados. Después tienen un primer momento terapéutico, "el encuentro", en el que tienen la oportunidad de expresar de forma relajada cómo se han levantado, cómo se sienten, si están nerviosos, preocupados... De este modo, el resto de compañeros tienen información para conocer cómo va a ser el día de cada uno, si están para bromas o no, a qué se debe su tristeza del día... Es una forma de comunicar lo que sienten y que no haya un estallido de conflicto en un momento dado o malas reacciones. Es una invitación a poner en orden sus emociones y que aprendan a comunicarse.

Después dedican varias horas a sus clases académicas, ya que cuentan con educadores que están perfectamente coordinados con sus colegios de origen para estudiar el temario que les toca , preparar los exámenes, etc. Posteriormente van a comer y tienen tiempo de ocio que es una parte también muy importante de su estancia porque es cuando se relacionan entre ellos, surgen conflictos y los solucionan de manera conjunta.

Desde hace poco, cada joven que abandona el centro escribe un mensaje a sus compañeros en este árbol que pintó una de las adolescentes que terminó su terapia tras varios meses de estancia

«Además, disponen de un tiempo de ocio individual, actividades deportivas todos los días, terapia de grupo y terapia ocupacional. También tenemos varias sesiones a la semana de habilidades sociales y de desarrollo personal donde se habla de drogas, de sexo, de emociones, autoestima... y hacemos una asamblea grupal en la que se ponen encima de la mesa los conflictos de la semana y así tienen la oportunidad de valorarse entre ellos, analizar cómo van cumpliendo objetivos y mejorando», explica Antonio Giménez.

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