Coronavirus

«Respira, papá», las crónicas de un padre de familia numerosa superviviente del Covid-19

Entrevista con Ramón Pinna, autor del libro y de las crónicas que se publicaron durante lo peor de la pandemia en ABC Familia

El autor de «Respira, papá», Ramón Pinna, a las puertas del Hospital General de Villalba donde le salvaron la vida Guillermo Navarro
Carlota Fominaya

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«Una mañana en el hospital, superado el peor momento, mi hija Alma cogió el móvil al final de una video llamada y me dijo: “respira, papá. Sigue respirando ¿vale?”. Era su forma de decir “sigue vivo, papá. No te rindas. No nos dejes”», cuenta Ramón Pinna, padre de familia numerosa, superviviente de un coronavirus grave y autor del libro «Respira, Papá» , donde recoge los relatos de lo vivido durante los peores momentos de la pandemia y que puntualmente se publicaban en la sección ABC Familia.

Su testimonio, enviado muchas veces de madrugada a esta redacción, permitió dos grandes cosas: que un periódico de ámbito nacional entrara en un Hospital saturado de COVID-19 y contara la realidad desde dentro, desde la propia cama de un paciente grave. Y, además, servir de ventana para que el autor pudiera «salir a volar y a sobrevivir en muchos momentos», admite Pinna. ( Puedes leer aquí el capítulo primero , el s egundo , el tercero , el cuarto , el quinto , el sexto , el séptimo y el octavo ).

De esta forma, entre resonancias, TACS, radiografías, pinchazos y partes de doctores no siempre buenos, fue tejiendo una historia muy personal basada en su lucha a vida o muerte contra la enfermedad y los cuidados que recibía en el Hospital General de Villalba y que a la postre le salvaron la vida, y donde a la vez reflejaba cómo lo estaba viviendo su familia, en especial su mujer y sus tres niños pequeños. «Muchas veces me pregunto si todo esto les habrá cambiado algo, y aunque estoy seguro de que así ha sido, no veo en ellos nada diferente ni que me alarme. Creo que siguen siendo niños, continúan sintiendo todo sanamente, siguen siendo buenos y cariñosos y cada noche les sigue costando lo de bañarse e irse a la cama», apunta Pinna.

Hoy, este padre de familia numerosa afirma sentirse «un privilegiado. Puedo contar la experiencia de una COVID-19 dura que me ha dejado cicatrices en el alma y me ha hecho pelear durante meses para recuperar cada palmo de mi propia vida. Este es mi relato sin más, mi testimonio. No hay moralejas ni consejos, ni el intento de contar cómo se puede preparar uno para vivir algo así. Porque no hay preparación», reconoce.

Por cada libro vendido se donará 1€ a la ONG Achalay que trabaja con niños y familias vulnerables que están sufriendo las consecuencias de la COVID-19.

Su testimonio en «Respira, papá» es muy personal, pero a la vez nos recuerda por lo que España pasó aquellos días. De hecho, sorprende al recordar que no había por ejemplo mascarillas, ni test, hoy ambos esenciales en nuestras vidas. ¿No le parece que la  sociedad, las personas en general, olvidamos muy rápido? 

Es posible, pero me preocuparía más que nos olvidáramos de saber vivir como lo hacíamos, de volver a sentirnos humanos y libres, de querernos y abrazarnos con cariño y de trabajar en libertad por alcanzar nuestras metas.

Creo que olvidar el shock y el pánico en el que nos hundimos es, en el fondo, lo más humano y quizás lo imprescindible para superar cuanto antes un pasado cargado de dolor y de angustia. Pasado todo, me encantaría que como sociedad nos quedara solamente el recuerdo vivo de quienes marcharon de una manera tan áspera e inhumana, y por supuesto, el de las enseñanzas necesarias para no cometer de nuevo los mismos errores.

Parece que escribir por todo lo que pasó le ha servico a usted de catarsis y le ha ayudado en parte a su recuperación, pero reconoce que el coronavirus sí le ha dejado cicatrices en el alma. ¿Podríamos decir que pasar el Covid de forma grave le ha supuesto también pasar una especie de duelo? ¿Es usted una persona diferente hoy que aquel 27 de marzo, fecha de su primer ingreso? ¿En qué aspectos?

Te diría que lo que yo he vivido se parece mucho más a una lucha íntima, dolorosa y callada, que a un duelo; y que pasados unos meses, estoy consiguiendo volver a ser la misma persona que antes porque, además, no quiero ser otra. Por supuesto que de la vivencia intensa de esta enfermedad en marzo y abril, puedo sacar destellos de vida y de esperanza –y lo hago- pero en general es un episodio indeseable, para no recordar. Escribir me ha servido para olvidar con tranquilidad y para transformar algo muy doloroso en algo de valor. Conseguir cambiar mal por bien le va muy bien al corazón y sirve, además, para que los recuerdos puedan ser en color.

Porque se ha hablado mucho de lo que supone la enfermedad respecto a las secuelas físicas… pero poco o nada se ha hablado del MIEDO que usted reconoce en el libro haber pasado. Del que pasó mucha gente y del que probablemente todavía estén pasando muchos enfermos y familiares. ¿Sería bueno que los pacientes pudieran recibir también ayuda psicológica?

El miedo ha sido mi gran secuela . De lo peor, de una muerte casi segura, me salvaron por dos veces las profesionales del Hospital de Villalba; pero luego vino lo más difícil. La recuperación silenciosa en un entorno global tan hostil y desconocido y, por supuesto, ése miedo del que hablábamos. El miedo a no volver a ser el mismo, a no poder llevar la vida querida, a quedar secuestrado para siempre en una experiencia desconocida e inhumana, y el miedo a morir.

Durante unos meses me sentí ausente en mi propia vida e incapaz de volver a auparme en ella para dirigirla . Busqué ayuda y me puse en manos de una psicóloga que, con sencillez, me dio herramientas para mi propio reencuentro. Suena complejo, pero no lo es tanto porque en el fondo se trata de confiar en quienes saben cómo ayudar. Todavía hoy paso a verla de vez en cuando, anteayer sin ir más lejos.

Menciona usted la sobredosis de información… En la que seguramente caímos muchos, si no todos. Y a la vez, a lo largo de todo el texto, usted lo jalona con las cifras de fallecidos y recuerda todo lo que pasó desde dentro pero también hace la siguiente reflexión: «En nuestra guerra no vimos a los muertos». ¿No cree usted que el hecho de que no se vieran ciertas imágenes en los periódicos y en las televisiones, podría estar repercutiendo en la demora para salir de la pandemia?

No lo sé muy bien. No me siento capaz de afirmar que hubiera sido pedagógico ver los miles de cadáveres diarios tapados por sábanas blancas, o abrir las noticias con el primer plano de la mirada ausente de los que esperaban en las urgencias de los hospitales de una ciudad como Madrid, en la que cuatro de cada diez ingresados terminaban falleciendo.

Pero tengo muy presente el sentimiento y la angustia con los que la pediatra de mis hijos, y todo el personal del Centro de Salud de Silvano recuerda todavía la llegada de los camiones del ejército a la morgue del Palacio del Hielo para descargar féretros un día y otro día; siempre en silencio y siempre con respeto máximo.

Ellos vieron el rostro de la muerte aparcado al otro lado de la calle y les rasgó el alma hasta el límite . Sin duda, haber visto la verdad más cruda nos habría removido mucho más por dentro, nos habría hecho entender más y no dar cobijo a teorías extrañas y negaciones esperpénticas y oportunistas. O quizás no.

Vivir toda esta situación de enfermedad desde el odio, desde el enfado con todos, de arriba y de abajo, ¿hace más doloroso el dolor?

En aquel momento, todo era desconocido y dramático. Los enfermos nos despedíamos de nuestros familiares en la puerta de un hospital, o al pie de una ambulancia al ralentí con el presentimiento de un «ya nunca más». Sabíamos que lo que tuviera que venir, llegaría sin una última mirada, sin una caricia y sin un adiós.

Mientras, los que tenían que sacar nuestro país adelante se enfrascaban en justificaciones, en ataques, en reproches y en tibiezas. Este espectáculo, vivido desde la tribuna de una cama de hospital con oxígeno, nos servía en bandeja la desesperación y nos abocaba a un abismo del que solamente pudieron rescatarnos nuestros equipos sanitarios.

Sin embargo, lo más doloroso -para mí- fue ver cómo todos ellos, los de arriba y los de abajo, accedieron a los test PCR sin dificultad cuando eran un salvoconducto hacia la supervivencia . Quizás algún día alguien les pregunte más o menos así: «Perdonad, ¿cómo fue que tuvisteis los test a la mano cuando ni los moribundos, ni los sanitarios que nos salvaron a tantos, los tenían?…». A lo mejor algún día son ellos mismos quienes se lo pregunten, o tal vez no. Desde luego, a mí no me gustaría tener que responder a una pregunta así.

Después de una situación por la que usted ha pasado, de haber estado enfermo de una enfermedad nueva, que aún podemos decir que no es del todo conocida... ¿Qué piensa o espera usted la vacuna? 

Recuerdo que desde el principio busqué con ansia todas las noticias que hablaran de un remedio, de una oportunidad para la vida y, por supuesto, de una vacuna. El ser humano colectivo, poderoso y valiente comenzó entonces una carrera contra la enfermedad como nunca antes habíamos visto.

En nuestra propia naturaleza colectiva habita la dialéctica enriquecedora que levanta voces de alerta responsable, de celo científico y de comportamiento ético, y me parece necesaria y buena.

Pero jamás hubo tanta voz para tantos, ni tantos datos para comentar en platós o en foros no científicos, capaces de instalar un pensamiento profundo y desconfiado en el ciudadano de a pie y que hoy corre desbocado: «Que se la pongan ellos, los políticos, que yo prefiero pasar el virus que ponerme la vacuna» . Y me sorprende.

Me sorprende porque no me encaja con otras preguntas que podríamos hacernos a diario. ¿O es que alguien se ha atrevido a leer los efectos secundarios que producen los medicamentos más consumidos del planeta, y que todos tenemos en un cajón en la mesilla? ¿Y los componentes de las miles de chuches que dejan la lengua de colores y que les metemos a los niños en las piñatas de cumpleaños? ¿Y las bebidas energéticas o el tabaco?¿y las hormonas de la carne, el mercurio del pescado…? ¿Sigo?.

Comparo los efectos que en hipótesis puede provocar la vacuna de una firma de garantía, aprobada por las agencias oficiales, con los efectos que ya sé que produce el virus a corto y a largo plazo, y cierro mi reflexión sin ninguna duda. Me vacunaré en cuanto me digan que puedo.

Ante el desánimo, la inquietud, la tristeza, la obsesión, el miedo de recaer, por supuesto el miedo... ¿De qué le ha servico a usted tener Fe?

Soy creyente, pero no tengo una Fe muy sofisticada. Es más bien sencilla, como me imagino que sería la de los padres del Niño que nació en Belén en Navidad; el mismo que –ya de mayor- dijo aquello de «venid a mí si estáis cansados». Y eso es lo que hice, porque no podía hacer más, y porque no sabía que más hacer. Le pedí que me ayudara, que cuidara a mi familia y que me diera una nueva oportunidad. Ahora me toca vivirla bien, vivirla para que haya merecido la pena todo lo que tanta gente buena hizo por mí.

Fíjate, recuerdo a una monja de clausura amiga, viejita y sabia, que me enseñó de joven algo que tiene que ver con la Fe y que me sigue sirviendo cuando parece no servirme nada más: «La Fe no hace fáciles las cosas. Las hace posibles».

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