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Un cofre vacío en Tarifa

El Tesoro (Tarifa). Desencanto es lo que sientes al encontrar un local rodeado de historia y hermosas vistas sin nada más que ofrecer

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Hay balcones que miran a Roma y otros que miran a África. Y hubo algunos que miraban a ambos lados. De esos, pocos perviven. Ruinas romanas de Baelo Claudia, paisaje desértico y caluroso que se ve refrenado a su izquierda por una intensa vegetación de pinos y alcornoques. Un viejo camino con un aún más viejo cartel suscribe ‘Prohibido el paso: zona militar’. «Sí, sigue por ahí –me decía mi primo aquella primera vez- y si ves un tío vestido de soldado, dile que vas a almorzar». No salgo de mi asombro. La vegetación es cada vez más espesa en un ascenso que parece no llevar a ninguna parte. Solo unas señales escritas a tiza me ubican en el mapa, estoy en Betijuelo, étimo probablemente romano que parece derivar de Betis.

Dicen que aquello está plagadito de joyas arqueológicas aún más antiguas que la propia Baelo. Tesoros, tesoro… el nombre del restaurante que andábamos buscando. Unas gallinas revolotean por el aparcamiento y unas viñas perfectamente alineadas en la loma de la ladera empiezan a trazar un lugar idílico. Estamos ante un grandioso balcón a la playa de Valdevaqueros, donde África se toca con los dedos y hay vistas del ayer y del mañana: es como si de pronto, el propio Trajano hubiera cobrado vida y se asomara a controlar el rumbo africano de las mercancías. Las mesas, de mosaico, al más puro estilo árabe, se alinean debajo de un preciosa pérgola y se mezclan con otras de madera de marcado carácter rústico. Combinan, a la perfección, el conservadurismo de la tierra romana y el exotismo del oriente más próximo. Se respira paz, paisaje y elegancia, campo y sofisticación. Los periódicos hablaron de que la actual princesa de Mónaco fue fotografiada allí. Un tipo bohemio y francamente malhumorado regenta el local. No parecen gustarle los clientes esporádicos y ofrece un trato de favor a los asiduos, olvidando que el sitio requiere obligada parada a foráneos y autóctonos. Bellas mujeres morenas se encargan del servicio, sin ninguna profesionalidad, con una desgana infinita que rompe el encanto del lugar. Desencanto, eso es lo que sientes, el desencanto de encontrar un tesoro vacío, un cofre enterrado en panorama e historia sin nada que ofrecernos. Y es que el restaurante lo tiene todo para triunfar: huerto y viñas propios, materias primas de primera calidad en un entorno de ensueño. Sin embargo, los platos fuera de punto, sin técnica ni estilo, fríos por dentro como el alma del propietario, completan la característica de su cocina. Su carta recomienda una carne de retinto, más bien de dudosa procedencia, que se acompaña con una guarnición de verduras algo más que chamuscadas. Además, como platos estrellas de la zona, podemos elegir entre ventresca de atún «rojo» con cubito de hielo en su interior o voraz a la espalda con sabor a especias rancias. La carta de vinos también merece una somera revisión, anticuada en títulos y demasiado actual en precios.

Mientras, la vajilla grande y pintada a mano, voluminosa casi rococó, sigue luciendo encima de las mesas cuyo inmaculado mantel resplandece en la luz de la mañana. Qué bonito cofre para no contener tesoro. Seguimos mirando al mar, los colores de los kitesurf se mezclan con el suspiro de África. Volveremos alguna vez para sentirnos como Trajano pero en esa ocasión solo comeremos poesía.

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