José Luis Jiménez - Pazguato y Fino

Toque de difuntos

El BNG vive otra traumática asamblea, que fuerza la salida de una minoría que pedía abrir la organización y confluir

José Luis Jiménez
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Coletazos del temporal azotaban ayer La Coruña. Metáfora obscenamente manoseada para hablar de partidos en crisis. Para ser honestos, en el interior del Palexco no hubo negra borrasca, más bien gaita fúnebre, responso por el barco naufragado contra las rocas del rupturismo, mermado de tripulación tras la desbandada de Amio, otro huracán que azotó la nave desde dentro. A los supervivientes no se les nota radiantes de ánimo, sino más bien apocados, resignados a que la vía de agua de su goleta acabe por hundirla. Y el capitán saliente, además de alzar la voz con un arranque de dignidad para pedir la ayuda externa en forma de alianzas electorales, receta «leninismo puro» para recuperar el buen rumbo, ese que debe conducir hasta la mayoría social de una Galicia que se reconoce mayoritariamente tan gallega como española.

Vence inauguró la pompa fúnebre trazando analogías con el pasado centenario del nacionalismo, y aunque llamó a huir de la melancolía, late en el seno del BNG un lastre en forma de ensoñación histórica, un homenaje perenne a los «devanceiros» que es todo lo contrario a la renovación que se proclama necesaria. Como si la trayectoria histórica fuese un pedigrí que justifica mantener el rumbo a las piedras, el discurso polvoriento.

Algún dardo en su arenga a la masa, como que refundar un partido con los mimbres existentes es tarea estéril, y pronunció la palabra maldita, «coalición electoral técnica». Aparentemente todo muy sensato, si no fuera porque durante tres años tuvo en su mano enderezar el timón y o bien no quiso, o bien no le dejaron. Y si la opción válida es la segunda, da que pensar que esos responsables vayan a ser a partir de ahora los que tracen el nuevo rumbo. La masa, el pueblo libre de Galicia, no estaba especialmente animoso con su profeta saliente, al que despidió con entusiasmo destemplado y algunos ni eso. Paco Rodríguez, coronel en la reserva, escrutaba serio desde el patio de butacas.

El BNG, por otro lado, sigue fiel a sus costumbres y ajeno a ese supuesto rupturismo transparente y que nada oculta a la ciudadanía. La Asamblea y su magma de debate son guardados celosamente por la tropa fiel, identificada con petos a los que sólo les falta ser reflectantes para convertirse en objeto de coleccionista. (Imagínense, poder atender una avería en carretera sin abandonar el compromiso identitario).

Todo sigue el guión establecido. Aymerich da su última batalla interna y, como todas las anteriores, la pierde. Él y su gente se van, esta vez sí, en busca de un lugar «donde seamos bien recibidos». Una nueva hemorragia, pero asumible después de la sangría de Amio, el matadero donde el Bloque se dejó su sonrisa.

Por el Palexco hay caras largas. «Me cuesta ver ilusión», dice una voz autorizada. Se da por hecho que el rechazo al aperturismo aboca a un sacrificio en las próximas autonómicas, una concurrencia en solitario en forma de ruleta rusa invertida: sólo un hueco en un revólver lleno. Resistir, compañeros, resistir, insiste el oficialismo, que ya avisa de la travesía por el desierto que acecha. Y al final, en algún futuro próximo, se volverá a la tierra prometida del éxito electoral cuando baje la Marea fruto de su inconsistencia interna. Lágrimas amargas de Tareixa Paz y Carme Adán. La batalla por el aperturismo a corto plazo está perdida.

Se anuncia refundación a un año vista como máximo, chalupa salvavidas con Ana Pontón a los remos. Las autonómicas hacen temer galerna, y sus consecuencias se antojan imprevisibles. Muerte de pie antes que vida esclava, que decía el pater familias del nacionalismo. Mientras tanto, en La Coruña ha dejado de llover, pero repican a difunto. Y sin misa.

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