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Viaje literario por Tierra de Campos

Jorge Praga une su mirada a la de otros autores que se han detenido en el paisaje y las gentes de la comarca compartida por cuatro provincias de Castilla y León, mucho más que una «planicie amarilla»

Jorge Praga, autor de 'Tierra de Campos infinitamente' HERAS

Fermín Herrero

Aun cuando, como indica el título, procedente de un verso de ‘Homenaje’ de Jorge Guillén, el autor considera que nunca se terminará de abarcar una comarca «demasiado extensa y despoblada», ya que «cuanto más se busca su centro, su esencia, más páramo y silencio se encuentra y cuanto más se pisa, más queda por conocer y recorrer», ‘Tierra de campos infinitamente’ del asturiano, asentado en Valladolid, Jorge Praga, publicado por la editorial Difácil, constituye, mediante un híbrido entre el ensayo y la narración, un compendio, suma y summum de todo lo que puede decirse de este territorio tan representativo, en particular en lo que concierne a su médula mesetaria, de nuestra región.

Así que el libro tiene a mi juicio vocación y hechuras para convertirse en definitivo sobre esta tierra que Jesús Torbado calificase como «mal bautizada». Como es natural, el deambular viajero de Torbado es la base sobre la que se asienta el volumen, pese a que Praga no comparta la «percepción rabiosa» del leonés, allá por 1968, en verdad algo tremendista, como una especie de infierno espantoso: «reino de desolación y ruinas». En el capítulo ‘La invención literaria del paisaje’ se deslindan, para empezar, los términos «país» y «paisaje» a partir del clásico Alain Roger, para luego centrarse en la imagen noventayochista de lo castellano y, ciñéndose al enclave, comentar el hito inaugural de la novela costumbrista del seguidor del krausismo Macías Picavea y, tras la fijación de Torbado, los escritos de Gustavo Martín Garzo, en especial ‘Los viajes de la cigüeña’ o, un tanto decepcionante, el de David Trueba, aparte de las aproximaciones de Miguel Delibes, José Jiménez Lozano o Manuel de Lope.

Ese afán abarcador, absoluto, se aprecia ya en el comienzo del libro, pues a fin de delimitar y acotar el terreno de estudio, de trazar el marco geográfico y humano -si bien un mapa elaborado por Javier Casares, que se nos ofrece de entrada, plegado, marca a la perfección, gráficamente, las lindes y señala las decenas de pueblos que lo conforman- acude a la ‘Geografía de Castilla y León’ editada por Ámbito en 1987. Luego, el autor sazona el texto, sobre un friso histórico y artístico, con numerosas alusiones literarias, de Pablo Neruda a Leila Guerriero, de Ungaretti a Joyce, con referencias a poetas coetáneos como Olvido García Valdés, Begoña Abad, Luis Ángel Lobato o el recientemente fallecido Arcadio Pardo.

No faltan tampoco, como es lógico en un cinéfilo empedernido, las digresiones fílmicas, desde ‘Gomorra’ a ‘En construcción’, por poner dos extremos. Ni el complemento fotográfico, con menciones a Ontañón, Maspons o Masats, que llegaron de la mano de Delibes o al fotógrafo salmantino Miguel Martín. Natural, puesto que la edición viene lustrada con fotos de Manuel Abejón, compañero de correrías del autor por «la tierra dura y áspera», cómplice en una mirada en que lo sobrio no quita lo exhaustivo, que escudriña «ese aire y ese suelo tan ilimitados como inabarcables», siempre, «bajo un cielo inacabable», hacia aldeas terrosas, mimetizadas en la llanura.

Antes del amojonamiento previo de lo terracampino, gentilicio que nadie usa por aquellos pagos, Praga abre su escrito con una de las experiencias personales de su visión, la primigenia: «La primera vez que crucé Tierra de Campos apenas si tenía doce años» es la oración inicial del texto. Un «viaje remoto e iniciático» en un Dauphine rojo familiar, desde León a Valladolid, para ver al Barça, al que siguieron muchos desplazamientos apresurados, de los que siempre pensó redimirse. Y al fin lo consiguió, cumple con el mandato de «pisar el terreno», en auto o alguna vez en bici, en diversas incursiones, desde el 5 de octubre de 2017 hasta las vísperas de la eclosión de la pandemia en nuestro país, «sin plan previo, sin preparación ni estrategia», un poco a la que saliere unamuniana, hasta conformar retazos de un libro de viajes. En general, con «una atmósfera de derrota y melancolía», recorremos en un largo trávelin, salvo en el «trampantojo» vacacional, iglesias imponentes cerradas a cal y canto, escuelas abandonadas, calles y plazas vacías, bares cerrados, gatos menesterosos, bancos huérfanos, muros de tapial y adobe, casas restauradas junto a tejados pandeados o hundidos, en fin, «pueblos escuálidos y olvidados con una población en vertiginoso descenso».

En paralelo, en la sección titulada ‘Voces’, presta su pluma a los lugareños, gracias a monólogos a veces guiados, lo que posibilita la recreación de la vida cotidiana desde la guerra civil a nuestros días. Aunque en ocasiones le desazone el sesgo conservador, la filosofía de la desgracia y el estoicismo ancestrales de quienes testimonian y se sienta de entrada forastero, intruso, trata, desde una óptica de un objetivismo casi behaviorista, de no enjuiciar nunca, muy por el contrario auspicia el afloramiento, por boca de los paisanos, del «profundo pozo del pasado», en expresión de Joseph Campbell, de los «restos de esa sabiduría remota, transmitida de generación en generación, que todavía no ha sido enterrada del todo», según el propio Praga, «vestigios, rostros, pistas, ruinas» que persigue y recoge en un trabajo de campo completísimo, dejándonos una sensación de mezcolanza «extraña y cautivadora de vacío y plenitud, de ausencia de vida humana y de rastros permanentes de su presencia».

El autor sazona el texto con alusiones literarias, de Neruda a Guerriero, de Ungaretti a Joyce

Esparce también a lo largo de las páginas del texto, con rigor y gracia, a mayores del manejo y análisis meticulosos de la documentación y las fuentes bibliográficas, indagaciones, cercanas a las pesquisas, en torno a personajes y figuras harto curiosos originarios de la zona o bien vinculados con ella. Estos acercamientos constituyen en sí mismos relatos de primer orden trufados de biografía, semblanzas con un valor propio, independiente. Recordemos algunas: el escultor zamorano, de Cerecinos, Baltasar Lobo, «moderno entre los antiguos», heredero de los artesanos del yeso, a quien emparenta con el pintor del Cerrato Díaz-Caneja, para el que «Castilla no es parda, sino una tierra que cambia de color cada centímetro cuadrado»; el capitán de los húsares ingleses Alexander Gordon, que durante la guerra de la Independencia mantuvo un presunto «romance fulgurante» con una joven de Villabrágima; el torero Andrés Vázquez, casi nonagenario, dando pases al natural en un mesón de su pueblo, con Orson Welles en el caletre; el misterioso imaginero Alejo de Vahía; el maleante perillán Erik el Belga…

Lo mismo nos sumerge en los avatares del tren burra que se da un garbeo por una página de Facebook de temática local, se interesa tanto por la situación de los inmigrantes en sus nichos laborales como por los problemas y desafíos de la agricultura industrial o de la incipiente ecológica. Igual analiza y escudriña un silo que un retablo o un pueblo de colonización. Hasta expone sus impresiones sobre la tan traída y llevada España vacía o vaciada, en relación con la política y a partir de una cita del añorado Agustín García Calvo. En suma, el pormenorizado y concienzudo recorrido de Praga nos enseña a mirar con atención, no exenta de emotividad, «la planicie amarilla» y sus gentes, las del común y las singulares e ilustres, y, en consecuencia, consigue que la apreciemos y las apreciemos, sin término, para siempre.

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