Artes&Letras / Poesía

Fervor de lo ofrecido

‘Urgencia de lo minucioso’, del poeta zamorano Luis Ramos de la Torre, responde desde el título a la necesidad perentoria de llegar a la esencia de las cosas y expresarla con precisión

El poeta Luis Ramos de la Torre M. Álvarez

Fermín Herrero

Doctor en filosofía y cantautor, Luis Ramos de la Torre (1956) es, además de paisano, poeta de la estirpe de Claudio Rodríguez, a quien ha cantado, antologado y estudiado a fondo y de cuyo Seminario Permanente, ejemplar en cuanto a la manera de cuidar y mantener viva la memoria del autor de ‘Don de la ebriedad’, es miembro desde su fundación. De hecho, ya el primer poema de ‘Urgencia de lo minucioso’, bajo el título, muy Aníbal Núñez, de ‘alzado’, remite a aquel inaugural «Siempre la claridad viene del cielo…» («así la claridad» remata el poema «darse», todos los títulos sin mayúscula inicial, entre paréntesis y al final del texto), puesto que una rama, identificada con su corazón, lo guía hacia el aire, desde el apetito de izarse hacia lo alto. En otros, se acoge al ritmo andarín al componer los versos que ejemplificase el poeta de la generación del 50: «¡Anda! ¡Nunca dejes de andar!,/unce tu ritmo y tu raíz a la naturaleza». Si bien, naturalmente, como señala José Luis Puerto en el ajustado y esclarecedor prólogo, la raíz claudiana no es óbice para que nos encontremos ante un poeta con un mundo propio, más exclamativo, menos de interrogación retórica, me parece.

La poética de Ramos se aleja de los parámetros en boga, a saber, una poesía de la experiencia devaluada, por cuanto prescinde del sujeto poético intermediario para limitarse a la confesión exhibicionista de un yoísmo banal, que el mismo autor tildaba en un poema de su libro anterior, ‘El dilema del aire’, como «verborreico y fútil» por ocuparse sólo de sí mismo. Muy por el contrario, sabe que, pese a su dificultad, lo fundamental, como explicita en el poema nombrado, es el darse al otro tan Lévinas, «ponerse en lo probable de lo diferente,/ huir de la propia sombra» porque eso «nos hace amar,/y aventureros de lo minucioso,/nos vuelve árboles y nos respira». Por tanto, es consciente, a mayores, de que la poesía es un modo de aventura, una experiencia, sí, pero centrada en el lenguaje. De ahí el título, la sensación de que «urge lo minucioso», esa necesidad perentoria de llegar a la esencia de las cosas y expresarla con precisión.

La raíz claudiana no es óbice para que nos encontremos ante un poeta con un mundo propio

No conviene olvidar a este respecto aquella certera admonición de Luis Rosales en ‘Sobre el oficio de escribir’: «La ambigüedad, ya lo sabéis, es el pulso corporal del poema,/la imprecisión es el infierno conocido». La primera afirmación se cumple a rajatabla y la segunda se conjura mediante un verbo riguroso en este libro de poemas menos escuetos y ceñidos que los del precedente pero en la misma línea lírica, para cuya ubicación, al margen del aludido Rodríguez son muy indicativos los autores citados al principio del volumen: Hölderlin, Olvido García Valdés (se bordea cierto hermetismo, nunca completo, en ciertas metáforas e imágenes) y José Ángel Valente, con quien comparte una poesía de un nominalismo que alcanza a los infinitivos programáticos, autoexhortativos, y que incluso afecta en ocasiones a la adjetivación: «el huracán verdor» de los alisos, «la voz clavel» de abril, «tanta alacrán mercadería», «el temple impulso de las horas».

Muchos poemas giran en torno a la naturaleza («¡Cunde el campo!»), al sentimiento de la naturaleza en concreto, si seguimos el sintagma definitorio de Unamuno en aquel glorioso artículo sobre La Flecha de Fray Luis de León. Es ahí, cobijo contra las devastaciones de la edad, su desolación y desamparo, donde reside lo permanente, «la sencillez sin par, la vida», frente a la acuciante melancolía que desprenden el paso del tiempo, «su nada engañadora», y nuestra efímera condición; donde se manifiesta la creación como bosque de símbolos baudelaireano cuya clave debe desvelar el poeta para descorrer el velo: «¡Cómo hierve la vida entre los pájaros/arando un cielo sin ceniza con sus alas!». En el paso, previo a la elevación fijada en los árboles y los pájaros, de la contemplación a la interiorización, la naturaleza se convierte de espejo en vivencia íntima, mientras que el poeta, «en brazos del silencio», solitario y perseverante, «siempre alerta, siempre indagando», busca en la «fuerza de la tierra» de la savia, en el temblar de las hojas, en el musgo, en el rosal blanco de un jardín, en el cierzo, en una tolvanera, hasta en el mínimo polen heraldo de la primavera, en todo lo «bello y natural sin fronteras», un desasirse.

Esta poesía sustantiva, y aún más la que se mira en la naturaleza, primordial en toda época y lugar, y que tiene al mencionado Hölderlin y a Rilke como faros de su aprehensión moderna, corre siempre el peligro de caer en una metafísica vacua o en lo meramente solipsista, metapoético, de regodearse únicamente en lo abstracto dejando de lado la emoción, necesaria e imprescindible a mi juicio para que un poema pueda serlo. No es el caso, dejándose llevar hacia lo sencillo, nuestro poeta ancla lo afectivo a partir de «la lección de la materia», con frecuencia desde un enfoque ético, cifrado en el tajante alejandrino «todo sin honradez es huero y es gusano», e igual saluda la alegría del porvenir en las voces callejeras de los niños que recupera recuerdos de su infancia.

Frente a la «demasiada petulancia, demasiado ruido» de «este tiempo hueco, sin raíces», frente al dolor, la culpa, el estupor, la angustia y la «demasiada tristeza desbocada/entre las aguas de la enfermedad y del infortunio», contra «todo aquello/que quiere encerrarnos, que busca acobardarnos», contra lo «más enervante y sin significado» y «los halagos de la mentira», la poesía, «horno de lo minucioso» o «calera del alma», de los dos últimos libros de Ramos, los únicos que conozco, se erige como un ofrecimiento de atención reflexiva en permanente vigilia hacia la trascendencia, igual que el aire, siempre velando, para «nombrar como amar» y al cabo, según reza un endecasílabo del poema «lo mismo», «forjar la resistencia en la memoria».

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