Borrachera de odio

Lo que estamos contemplando no es desobediencia civil ni pacifismo. Es violencia, sabotaje, intolerancia contra los derechos de los ciudadanos

Protestas del martes por la noche en Barcelona, que derivaron en graves disturbios Efe
Pedro García Cuartango

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El poeta renacentista parisino François Villon se preguntaba en unos inmortales versos: «¿Dónde están las nieves de antaño?». Yo me pregunto donde está aquella Barcelona de finales de la década de los 70 cuando residir en El Ensanche, pasear por las Ramblas y sentarse a tomar un café en Els Quatre Gats eran placeres en aquella ciudad que Eduardo Mendoza calificó como la de las «maravillas».

Vivía entonces en un viejo piso con contraventanas que daba a la calle Conde Borrell, a unos pasos del mercado de San Antonio. Era un barrio tranquilo, familiar, donde todo estaba a mano. Mis vecinos, catalanoparlantes, eran de una amabilidad discreta y confortable, no exenta de gestos como invitarme a comer o regalarme alguna botella de cava.

Siempre he sentido añoranza por aquellos tiempos y diría sin exagerar, parafraseando a Talleyrand, que nadie que no haya tenido la suerte de conocer aquella Barcelona de los 70 ha experimentado la dulzura de vivir. La sociedad catalana era todavía un espacio abierto, donde convivían personas de distintos orígenes, perfectamente integradas.

El añorado Josep Tarradellas presidía la reinstaurada Generalitat y había una ilusión por la naciente democracia que se podía palpar en la calle. Todo el mundo parecía feliz, tal vez porque teníamos 20 años y apurábamos la noche en los cafés del Borne y del Paralelo.

Rendíamos culto a la Nova Canó y a músicos como Llach, Pi de la Serrra, María del Mar Bonet, Ovidi Montllor, Raimon y, cómo no, al gran Joan Manuel Serrat, que solían actuar en un local de la calle Argentería cuyo nombre he olvidado.

En las dos últimas noches, pensé que estaba soñando al ver las calles de mi querido Ensanche envueltas en llamas , con contenedores incendiados y con encapuchados arrojando piedras a los Mossos. No, no era la fiesta de San Juan en la que bebíamos pastis y bailábamos hasta el amanecer mientras se iluminaban las fuentes de Montjuic. Ni tampoco se celebraba nada ni había verbenas como las de Gracia.

Era, es un tiempo de odio, un tiempo donde los independentistas salen a la calle para destruir y amedrentar a quienes no comulgan con su fanatismo. Y es que no hay nada más opuesto a aquella lejana Barcelona que la que nuestros ojos nos muestran estos días.

Durante el juicio escuchamos los alegatos de Oriol Junqueras , Raül Romeva, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart sobre la desobediencia civil y el pacifismo del independentismo catalán. Pero lo que estamos contemplando estos días no es desobediencia civil ni pacifismo. Es violencia, sabotaje, intolerancia que pisotea los derechos de los ciudadanos.

Y Puigdemont, Torra, los miembros del Govern y los líderes independentistas encarcelados tienen una responsabilidad directa en todo lo que está sucediendo porque ellos crearon el clima de odio que, como la erupción de la lava de un volcán, destruye todo lo que encuentra a su paso.

Por mucho que sigan insistiendo retóricamente que ellos quieren que las movilizaciones sean pacíficas, lo cierto es que esos dirigentes nacionalistas sembraron el rencor y la irracionalidad que se manifiesta hoy en las calles cuando toleraron el asalto a las sedes de los partidos constitucionalistas, cuando insultaron al adversario por sus ideas y cuando se apropiaron de todos los espacios públicos.

¿Qué autoridad moral puede tener un Joaquim Torra que, hace unas semanas, pedía a las bases independentistas que apretaran para chantajear al Estado? ¿O el Jordi Sánchez que el infausto 20 de septiembre de 2017 arengaba a las masas para que se enfrentaran a las Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿O Elisenda Paluzie, la presidenta de la ANC, cuyas palabras destilan belicosidad y ánimo de venganza?

No, lo que está pasando en Cataluña no se ha fraguado en un día, en una semana o en un año. Ni tampoco es achacable a la sentencia del Supremo. Es la consecuencia de una política cuyo objetivo ha sido fracturar a la sociedad, destruir la convivencia y proclamar de forma unilateral una quimérica república catalana.

El independentismo ha elevado el pacifismo a mantra, pero, por fin, se ha quitado la careta. Ahora sabemos su verdadero rostro. Suena muy fuerte, pero es lo cierto. No sólo se ha instalado en una gran mentira que ha arrastrado a cientos de miles de ciudadanos a creer que podían lograr derrotar al Estado sin respeto a las reglas sino que, además, ha instigado la violencia y la división entre los catalanes con un discurso xenófobo y antidemocrático.

El mito se está desmoronando y, tal vez, algunas de sus mentes más lúcidas ya se están dando cuenta de la catástrofe que supone para la causa que defienden las escenas que estamos presenciando estos días. La opinión pública internacional les ha vuelto la espalda y nadie apoya a un movimiento que se está convirtiendo en una amenaza para la convivencia ciudadana.

Dicho con palabras llanas, los independentistas se están clavando un puñal en el vientre porque el odio y la violencia que han creado les debilita y se vuelve contra ellos. Después de siete años de «procés», no sólo no han conseguido ninguno de sus objetivos políticos sino que miles de empresas se han marchado de Cataluña mientras el mundo les mira con espanto.

Decía La Rochefoucauld que cuando el odio es muy profundo nos coloca por debajo de quienes odiamos. La degradación moral del independentismo no ha tocado fondo. ¿Dónde está aquella Barcelona?

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