Especie cinegética

La becacina, el ave y sus devotos

Salvaje y arisca, esta especie tiene fama de ser la más difícil de abatir por su rápido y errático vuelo

Un ejemplar de becacina

Perico Saurio

Si la becada es la chocha perdiz, bien podría la becacina ser considerada la chocha codorniz, aunque en realidad poco tengan que ver sendas limícolas con las gallináceas. En el caso de las más pequeñas, aparte de su tamaño y colorido, de tonos franciscanos, decía Castroviejo, en poco más coinciden. Quizás también en que ambas son migratorias, aunque viajan en direcciones opuestas; y mientras una llega de África en verano , el grueso de agachonas que nos visita lo hace en invierno procedentes del norte de Europa . Y si bien es verdad que las primeras en llegar pueden coincidir en tiempo y lugar con las últimas codornices, este es el único solapamiento peninsular de ambas poblaciones, quitando, claro, los pocos ejemplares que crían aquí y que se han hecho sedentarios.

La pequeña becacina parece la maqueta de una sorda, con el pico y las patas proporcionalmente más largos, de costumbres más gregarias, de entornos más «líquidos» y más diurna. Ave fina y elegante , nos ofrece en su parada nupcial su más airoso vuelo, en el que el macho asciende batiendo eléctricamente las alas para dejarse caer desplegando la cola y tensando sus largas plumas rectrices que hace vibrar emitiendo un trémulo balido, lo que le ha valido ser conocida como «la cabrita del cielo». No puede tratarse el tema de las becacinas en nuestro país sin hacer referencia al maestro Eduardo Aranzadi, becacinero de pro , que dio a conocer la especie al cazador ibérico y que dedicó su vida a cazar y estudiar la picolarga. Cualquiera de los muchos artículos que nos dejó enganchará sin remedio al cazador sensible, incluso al amante de la literatura.

Carácter migratorio

Pero bien sabía Eduardo que la caza de la becacina no es para todo el mundo, a pesar de reunir todos los condicionantes exigibles a la caza auténtica: ser un ave salvaje y arisca que tiene fama de ser la más difícil de abatir por su rápido y errático vuelo y que se mueve en un terreno duro e ingrato, a lo que se une su carácter migratorio , lo que aporta siempre un plus de incertidumbre y misterio. El caso es que, a pesar de eso, la caza de la aguaneta es algo muy restringido cuando no anecdótico, y me pregunto yo, igual que con el huevo y la gallina, si esa marginalidad de su caza es debida a la falta de interés del cazador o a las trabas legales que rodean su práctica. Meditando este asunto, se concluye sin mucho esfuerzo que la imposible masificación de una caza solitaria y exquisita por definición nos ha llevado a los «becacinomaniacos», como nos denominaba Julián Settier , al ostracismo administrativo que sufre cualquier minoría que se precie, lo que provoca a su vez que cada día seamos menos; es decir, que antes que una cuestión de gallinas y huevos es más cosa de pescadillas que se muerden la cola.

Y qué decir en términos gastronómicos. La fina exquisitez de sus carnes , «becacines en salsa, muy encebollados, muy emperejilados y muy pimentados», confesaba preferirlos Álvaro Cunqueiro, otro ilustre becacinero, es sin duda otro aliciente para embarrarse y pasar frío por disfrutar de tan delicado manjar que, aunque respetando el buen gusto del insigne gallego, lo cierto es que basta con asarlas sangrantes a la plancha, según tuve la oportunidad de probarlas hace poco en las islas Hébridas junto a Lucas Urquijo y su hijo Juan, para deleitarse con sus sutiles reminiscencias al légamo en el que vive; si es con una tosta de pan que le haga de cama, mejor que mejor.

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