Blanca Portillo, en un momento del espectáculo
Blanca Portillo, en un momento del espectáculo - Javier del Real

«El emperador de la Atlántida»: la importancia del contexto

El Teatro Real estrena una ópera compuesta por Viktor Ullmann en el campo de concentración de Terezin

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Hay algo de inquietante en el espectáculo que anoche estrenó el Teatro Real. Es fácil entenderlo, pues la realidad se hace muy presente. Surge a través de la proyección de varias imágenes de Terezín, aquella ciudad «paradisíaca» ofrecida por el «führer» a los judíos; se entiende a partir de algunos sobretítulos dedicados a puntualizar lo ya conocido; incluso se desprende de alguna escena como aquella que sirve de final y en la que se reconstruye una cámara de gas donde las personas acaban siendo simples cuerpos. La realidad siempre es obvia y es poderosa, y en ella encuentra su mejor baza esta producción de «El emperador de la Atlántida», la ópera de Viktor Ullmann y Peter Kien, estrenada anoche.

«El emperador de la Atlántida» (***)
Música: Viktor Ullmann. Libro: Peter Kien. Dirección musical: Pedro Halffter. Dirección de escena: Gustavo Tambascio. Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda. Figurines: Jesús Ruiz. Coreografía: Nuria Castejón. Intérpretes: Blanca Portillo , Alejandro Marco-Buhrmester

Pero el espectáculo va más allá pues asume una complejidad en la que acaban por reunirse cosas disímiles. Como prólogo a la representación de la ópera se interpreta «El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke», música de escena escrita por Ullmann para un rotundo texto de Rainer Maria Rilke. La actriz Blanca Portillo lo dice de manera extraordinaria apoyada en una megafonía un tanto artificiosa pero necesaria para salvar a una orquesta que suena un punto excesiva. Inmediatamente se oye música construida por Pedro Halffter a partir de movimientos de la séptima sonata para piano de Ullmann. Un buen sostén que contribuye a enriquecer aquellas imágenes perturbadoras, pero una difícil conjunción como preámbulo a una ópera que implica, o al menos así lo ha comunicado la historia, otros códigos.

En este mundo donde habita el emperador y la muerte, allí donde la certeza se convierte en metáfora narrada en forma de cuento inevitablemente trágico, allí donde todo se imagina quebradizo, arriesgado e incómodo, es donde esta producción se vuelve excesivamente pesante. La orquestación de Halffter, con independencia de sus méritos entre los que es indudable el esfuerzo de proponer un acabado en el estilo del autor, otorga solemnidad y aparato a una obra que se defiende estupendamente en un entorno más íntimo. Él propio Halffter dirige la obra ante la orquesta titular del Teatro Real, que responde con corrección y no siempre absoluta finura en el acabado. La escenografía diseñada por Ricardo Sánchez Cuerda es voluminosa, enorme, fatigosa y apunta hacia el feísmo como expresión plástica. Es una posibilidad entre otras muchas y, por tanto, el debate no debería estar en la opción estética sino en cómo esta acaba por convertir «El emperador de la Atlántida» en una especie de teatro fastuoso.

A él se entrega con vehemencia un reparto bien construido. Y a todos ellos dirige Gustavo Tambascio. Al director teatral nunca le faltan ideas y muchas de ellas se entrecruzan en este espectáculo: las cuidadas coreografías que dan coherencia a los «intermezzi» orquestales, la consideración de dos mundos con acceso al subsuelo en el que habita el emperador, incluso la más obvia referencia entre este y la voz en off, quizá del «führer». También hay que incluir al grupo de deportados que circulan por la escena, pues ellos son quienes acabarán encerrados en la cámara de gas dando sentido final a la presencia «salvadora» que aquí tiene la muerte.

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