Una imagen de «Pingüinas», con Lara Grube en primer término
Una imagen de «Pingüinas», con Lara Grube en primer término - antonio castro
crítica de teatro

«Pingüinas», de Fernando Arrabal: ceremonia (cuántica) de la confusión

Juan Carlos Pérez de la Fuente dirige este texto, encargo del Español por el 400 aniversario de la segunda parte del Quijote

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Fernando Arrabal pespuntea con datos de su ensayo «Un esclavo llamado Cervantes» (1996) su última obra, «Pingüinas», en la que reúne sobre el escenario a las Cervantas, las diez mujeres más próximas a don Miguel, como componentes de una suerte de fraternidad motera lesbiana cuyo numen inspirador es un personaje aéreo llamado Miho, trasunto del manco de Lepanto. Estas señoras y señoritas son: Torreblanca, abuela del alcalaíno (María Hervás); Luisa de Belén, la hermana monja (Ana Torrent, que es de lo mejor de la función); Constanza, la sobrina carnal (Marta Poveda); Leonor, la madre (Lara Grube); María, la tía paterna (Ana Vayón); Andrea, la hermana mayor (María Besant); Magdalena, la hermana menor (Lola Baldrich); Martina, la prima paterna (Alexandra Calvo); Catalina, la esposa (Badia Albayati), e Isabel, la hija natural (Sara Moraleda).

Un panorama femenino contrapunteado por Miho (el bailarín Miguel Cazorla). Las tres primeras capitanean el grupo motorizado, con superior jerarquía para Luisa, cuyo afecto se disputan ferozmente Torreblanca y Constanza.

«Pingüinas» es un pandemónium en la segunda acepción del DRAE: «Lugar en que hay mucho ruido y confusión». Una coartada cuántica arropa el barullo como pretexto para disipar la linealidad de la percepción y derrocar la lógica unidimensional, de modo que todas estas Cervantas podrían coincidir en un tiempo único contemplado desde tajadas espaciales diferentes que contactan en escena; de ese modo, la abuela del manco de Lepanto es más joven que la hermana mayor y la sobrina. Arrabal lleva al límite del sinsentido tedioso una ceremonia de la confusión en la que las Pingüinas, engañadas por una productora televisiva, esperan viajar a la Luna a bordo de un Clavileño tecnológico. La caótica propuesta avanza entre gritos, con diálogos que abusan de analogías como «tienes menos luces que el castillo de Drácula» y «eres más lila que el vampiro de Barrio Sésamo», y culmina con un truco indigno del talento y la trayectoria del dramaturgo, que se falta el respeto a sí mismo escapando por la misma escotilla utilizada en la muy estimable «Dalí versus Picasso»: ¡todo lo visto es una experiencia de rehabilitación de una institución psiquiátrica!

Juan Carlos Pérez de la Fuente –cuyo probado fervor arrabaliano ha dado frutos excelentes como la formidable «Carta de amor (como un suplicio chino)»– firma una puesta en escena crispada tanto en lo gestual como en lo vocal, con las actrices enredadas en coreografías pavorosas que incluyen redobles manuales sobre las pelvis y otras pequeñas procacidades. Hay, no obstante, momentos de inusitada belleza, como la confrontación entre ese Miho cervantino y su madre, o el final, cuando, vestidas de blanco y convertidas en dervichas giróvagas, las moteras se entregan al éxtasis de su danza mientas sobre ellas nievan pétalos blancos.

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