Premio Cervantes

Cervantes, regocijo de las reliquias

En el año del IV centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote, era lógico que se intentaran recuperar los restos de su autor

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Las críticas y burlas que se han vertido últimamente ante los magros resultados esqueletiles del difunto Miguel de Cervantes Saavedra, que ha llevado a cabo un experimentado equipo de arqueólogos, son de todo punto injustificadas. Si se sabía desde hace siglos que estaba enterrado en las Trinitarias lo lógico era, y más en su centenario, que con los medios técnicos actuales se intentara recuperar sus restos. No para acrecentar el erario público y monjil con una ruta turística que, sin duda, será muy útil a los madrileños y a todos los que nos dedicamos a la resurrección literaria de los muertos. O sea los filólogos de toda ralea. Tenía más interés para la ciencia conocer desde el ADN hasta las enfermedades y, desde luego, el esqueleto completo.

Es pena que sólo se conserve una pepitoria de huesos confundidos con los de los otros difuntos que yacían en la cripta. Pero, en fin, se intentó y es acción que todos debemos de agradecer.

No se conserva ningún retrato auténtico de Cervantes y todos proceden de uno que se guarda en la Real Academia a nombre de don Juan de Jáurigui. Es falso, como ha demostrado la crítica. Procede del autorretrato de Cervantes que incluyó en el prólogo de sus «Novelas Ejemplares» («Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada...»). Es pena que Nicolás Antonio no manejara para su obra magna, la «Bibliotheca Hispana Nova» (1672), las primeras ediciones de las «Novelas Ejemplares» que incluían este prólogo de Cervantes, tan importante para su vida y su obra. Cervantes lo escribió, precisamente para que sirviera de fuente fidedigna a los futuros historiadores de la Literatura. Lo consiguió, en cambio, con la biografía de Mayans (1737), origen del cervantismo.

El autorretrato, en apariencia burlesco, debe leerse en realidad en dos tiempos o edades cervantinas. Es, en efecto, el retrato de un anciano que caduca, pero en él sólo aparecen como signos externos de la decrepitud las barbas canosas («las barbas de plata que no ha veinte años que fueron de oro»), la dentadura prácticamente inservible («los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor dispuestos porque no tienen correspondencia los unos con los otros»), y la artrosis («algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies»). No está del todo mal para un hombre de la época que ha alcanzado ya la venerable edad de 65 años. El resto de la descriptio personae corresponde a las condiciones intelectuales y morales de un ser y varón perfecto. La alusión al supuesto retrato que de él realizó «el famoso don Juan de Jáurigui» parece que se trata de una maligna ironía, pues Cervantes, que tantas vueltas había dado por Sevilla, sabía que se apellidaba Jáuregui. Y no es errata del componedor del póstumo «Persiles», porque como Jaurigui vuelve a mencionarse en II, 62. Parece, en efecto, una chirigota del sí ya muy famoso inventor del Quijote.

Este año y el que viene se celebran dos centenarios de Cervantes: el de la «Segunda Parte» (1615) y el del fallecimiento (22 de abril de 1616, y se enterró el 23). Si en el centenario anterior -el de «El ingenioso hidalgo…» con la imposibilidad de intitularle «Primera Parte», pues va dividida en Cuatro, por completo desproporcionadas en un aristotélico como Cervantes- se publicaron más de cuatro centenares de libros sobre la materia, lo que nos espera en estos dos años puede hundir los anaqueles de cualquier biblioteca menos robusta que la de Don Quijote, que se preciaba de contener más de 400 ejemplares bien encuadernados y casi todos in folio (los libros de caballerías, no de caballería).

La moda de los centenarios

Todo comenzó con la moda de los centenarios en el siglo XIX. El de la «Primera Parte» que no pudo celebrarse en 1805 ni el de la muerte en 1816 por los acontecimientos políticos. El 14 de abril de 1834 se consiguió levantar por fin la estatua que hoy se halla en frente de las Cortes. Se desconocía qué contenía su basa, pero el 20 de abril de 2009, restaurándola, apareció una caja hermética en la que unos beneméritos cervantistas habían guardado para la posteridad numerosos documentos, como páginas de periódicos, una edición del Quijote de la RAE, otra francesa y varios discursos. Esperaban los ingenuos cervantistas que no se descubriría hasta siglos después. Puede leerse su contenido («La cédula del tiempo») en el ABC del 20 de abril de 2009. Continuaron los centenarios, incluso el raquítico pero serio, de 1947, que se publicó en Ínsula. Este año toca reliquias, de las que luego trataré

Los documentos sobre Cervantes son numerosos. El paciente lector puede leerlos resumidos, con numerosos inéditos, en la magna si prolija obra de Astrana Marín que con el título «Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra» se publicó en siete gruesos volúmenes en la Editorial Reus (Madrid, 1948-1958). Hoy es accesible en internet. De ella derivan las biografías posteriores aunque con interpretaciones no tan ejemplares y heroicas y con visiones nuevas sobre las obras.

Muy recomendable es «Miguel de Cervantes Saavedra. Regocijo de las musas», de Javier Blasco (Universidad de Valladolid, 2005) o las que están en ciernes de Jorge García López y Jordi Gracia. En fechas próximas pacientes archiveros han encontrado nuevas andanzas alcabaleras por Andalucía y Extremadura. El documento más importante es el publicado por Bouza sobre la petición del autor –aunque es sólo autógrafa la firma- para la edición de la «Segunda Parte» con la aprobación, con exquisita letra, del cronista Antonio de Herrera (en el suplemento literario de ABC, el 19 de abril de 2008).

Documentos sobre Cervantes

Rico, con buen criterio sostiene que Cervantes colaboró con el librero Francisco de Robles, con prólogos al «Prado espiritual» de fray Basilio Santoro (Madrid, 1607) y a las «Obras» de Blosio (1608). Y yo creo, con conjeturas «verisímiles», que es el autor del prólogo y de la edición de las «Poesías» de don Diego Hurtado de Mendoza, que se publicaron a nombre de fray Juan Hidalgo en 1610. De todas formas, los documentos más importantes sobre Cervantes son los relativos a su abuelo, Juan de Cervantes, al cautiverio de Argel y al proceso por la muerte de don Gaspar de Ezpeleta en 1605. Fue el abuelo de Cervantes un personaje de gran interés por sus altos cargos judiciales y, sobre todo, porque su hija María estaba liada con don Martín el Gitano, hijo natural de Hurtado de Mendoza, duque del Infantado, duque bastante rijoso. Los pleitos entre Cervantes y los Hurtado de Mendoza fueron continuos. Ahorro los detalles, pero lo cierto es que don Martín, que iba para obispo, y María tuvieron una hija, Martina, prima de Cervantes.

El cautiverio en Argel es bien conocido por referencias de amigos y, sobre todo, por el famoso «Memorial de Argel» que del 10 al 22 de octubre de 1580 solicitó Cervantes, ante el escribano Pedro de Ribera y fray Juan Gil –que tánto hizo por el rescate del cautivo. Por las respuestas de los testigos conocemos el comportamiento ejemplar de Cervantes, como buen cristiano, y el respeto con que era tratado. En Lepanto, terrible batalla naval , recibió dos arcabuzazos en el pecho y un tercero en el brazo izquierdo que dejó inmóvil la mano izquierda. No era, pues, estropeado y no manco en el sentido actual y como aparece en numerosas ilustraciones.

En junio de 1605, una noche un desconocido, por asunto de celos al parecer, hiere de muerte a don Gaspar de Ezpeleta, no bien afamado caballero navarro, por mujeriego, en la puerta de la casa de Cervantes, cercana al Hospital de la Resurrección. La justicia detuvo a todos los vecinos para que prestasen declaración. Por la documentación del caso se sabe que un caballero llamado don Diego de Miranda –el homónimo del Verde Gabán- frecuentaba el piso de una vecina y que en casa de Cervantes «entran de noche y de día algunos caballeros… de que en ello hay escándalo y murmuración, y especialmente entra un Simón Méndez, portugués, que es público y notorio que está amancebado con doña Isabel, hija del dicho Miguel de Cervantes».

«Las Cervantas»

Les llamaban, en tono despectivo, «las Cervantas». Y, en efecto, ambas hermanas, como su tía abuela, mantuvieron numerosos pleitos con amantes que, bajo promesa de matrimonio, después de conseguir sus fines –la historia de don Fernando y Dorotea en el Quijote- renunciaban al matrimonio. Claro es que las Cervantas no eran tan incautas y angelicales como Dorotea y les hacían firmar contratos con las indemnizaciones –bastante elevadas- en caso de no cumplirlos. Acaba de novelar el «caso Ezpeleta» Eslava Galán. Sin haberlo leído todavía, doy por supuesto que estará muy bien. Desde 1608, quizás antes, reside definitivamente en Madrid, con su abundante familia femenina, en varias casas. La última en la calle del León. Allí murió.

En estos últimos años, Cervantes mantuvo relaciones académicas y personales con los numerosos escritores que pululaban por Madrid. Fue buen amigo, por lo que parece, de Quevedo, de Espinel, de Salas Barbadillo, de Valdivielso, de Vélez de Guevara y otros. Con Lope se llevó muy mal a pesar –o por culpa- de que le dedicó un soneto en «La hermosura de Angélica» (1602). La fama de la «Primera Parte» le llevó a publicar todas las obras que tenía escritas. Si su hermana Magdalena y su esposa Catalina dedicaron los últimos años a la religión –ingresaron en la Orden Tercera de San Francisco-, Cervantes lo hizo en la cofradía de los esclavos -a la que pertenecían casi todos los escritores de su tiempo-y en la misma que su hermana y esposa. Pocos días antes de morir tomó el hábito. Probablemente para que le sufragaran el entierro, como así ocurrió el 23 de abril de 1616. Murió, sin embargo, el día anterior.

Lo enterraron en las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso, que se había fundado, según Astrana Marín, con copiosa documentación, en 1613. Ya en junio de 1614 se da el primer entierro de un niño de un año y el de Cervantes debió de ser de los primeros en visitar esa cripta, de cuerpo presente. En 1630, tras varios traslados y ampliaciones, se inicia la edificación de la Iglesia. En 1860 las monjas acudieron llorosas a pedir ayuda a la RAE, y Mesonero, Valera y el duque de Rivas, entre otros, impidieron tamaño despropósito. Se comprende, con tanto trasiego, que las reliquias de Cervantes y de sus compañeros de cripta se hallaran en una muy imperfecta mezcolanza. Pronto las adoraremos todas juntas en unión.

Mucho se divertiría el regocijado Cervantes con la veneración de sus reliquias. Es cierto que alude en varias ocasiones a esas creencias, como por ejemplo, en el «Persiles», pero no hay que hacer demasiado caso. Sin duda había leído el «Diálogo de las cosas acaecidas en Roma», donde Alfonso de Valdés se ensaña con la credulidad de ciertos cristianos. También lo hace Cervantes en Q.II, 8. Tras explicarle a Sancho la guía turística para peregrinos en Roma –los «Mirabilia Urbis Romae», que circulaban desde el siglo XII- continúa un sabroso diálogo, en que pone en boca del escudero algunas de las creencias habituales sobre las reliquias:

«¿Qué es más, resucitar a un muerto, o matar a un gigante?

-La respuesta está en la mano –respondió don Quijote-. Más es resucitar a un muerto.

-Cogido le tengo -dijo Sancho-. Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.

-También confieso esa verdad –respondió don Quijote.

-Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto -respondió Sancho-, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus más preciados altares...

-¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? -dijo don Quijote.

-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos (II, 8)».

Sus últimas palabras son, por cierto, una parodia de pasajes similares a éste de fray Luis de Granada, dedicados a la conversión del agonizante: «Llegada es ya mi vejez, cumplido es el número de mis días; agora moriré a todas las cosas y ellas a mí. Pues ¡oh mundo, quedaos a Dios; heredades y hacienda mía, quedaos a Dios; amigos y mujer y hijos míos, quedaos a Dios, que ya en carne mortal no nos veremos más!» («Libro de la oración», 1554, I, 3, 1.). Sí, Cervantes era el regocijo de las musas … y será de las reliquias.

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