«Aparición del ángel a San José», de Georges de La Tour
«Aparición del ángel a San José», de Georges de La Tour
ARTE

La Tour, oficio de tinieblas

Pintor excepcional, solo se conservan en el mundo cuarenta lienzos de Georges de La Tour. El Museo del Prado presenta ahora una treintena. Estamos de enhorabuena en Madrid

Madrid Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Al lector probablemente no le diga nada el nombre de Nicolás de la Cruz, conde de Maule, pero, si conoce a algún anticuario, susúrreselo al oído y verá cómo da un respingo. Sus andanzas a comienzos del XIX por España, Francia e Italia, recogidas en catorce volúmenes, contienen en el penúltimo un valiosísimo inventario de las principales colecciones privadas de pintura de la época. Raro es el buscador de tesoros perdidos que no tiene un ejemplar manoseado sobre la mesilla de noche. Allí se dice, por ejemplo, que el gaditano Sebastián Martínez, buen amigo de Goya, poseía un óleo de La Tour que representaba a «un hombre que sopla un tizón para encender una pipa». Nadie conoce su paradero.

Encontrarlo justificaría una vida de pesquisas infructuosas. El catálogo del pintor francés apenas alcanza los cuarenta títulos y, en España, hasta hace diez años, había solo uno: « Ciego tocando la zanfonía». César Antonio Molina descubrió en 2005 otro en un despacho del Instituto Cervantes. Era un cuadro atribuido por error a Zurbarán, « San Jerónimo leyendo una carta». El poeta se percató de que las barbas y la cabeza del santo eran iguales que las del «San Felipe de Albi» de La Tour, y las gafas y la carta, idénticas a las del «San Jerónimo» catalogado en la colección real británica. Y acertó.

Desde luego, hay que tener ojo y memoria para atinar con estas cosas. Equivocarse es lo más fácil. A mí todavía me escama que el personaje del cuadro recién citado sea San Jerónimo y no San Felipe.

¿Real o fraude?

Imaginen los líos con una de las obras señeras de La Tour, expuesta estos días en Madrid, «La buenaventura» (cuatro mujeres despluman a un joven petimetre con el pretexto de leerle la mano). La pintura apareció en los cuarenta. Alguien, mirando un catálogo del pintor, advirtió que su estilo recordaba al de un cuadro propiedad de su familia. Nada más confirmarse la sospecha, se puso en marcha la maquinaria especulativa. En 1960, el Metropolitan de Nueva York adquirió la obra. Veinticuatro años después, Christopher Wright, coautor de una famosa monografía sobre La Tour, reconoce en «The Art of the Forger» haberse precipitado al incluirla en su catálogo. La narración recuerda a «Los reconocimientos», de Gaddis. Cierto restaurador francés copia un óleo antiguo, su marchante americano lo hace pasar por original, los especialistas de ambos lados del océano pican y el museo paga. El Metropolitan, claro, rechaza esa versión e insiste en la autenticidad de la pieza. ¿Es falso el cuadro o la tesis de Wright? Quién sabe. El engaño que tanto atrajo como asunto a La Tour –busquen en el Prado las escenas de tramposos– hace tiempo que pasó de los garitos de naipes al mundo del arte. Welles lo explicó de maravilla en una película inolvidable: « Fraude».

El toque tenebrista de La Tour representa también la simple intimidad humana

La Tour fue estimado en su tiempo. Luis XIII, el cornudo de los tres mosqueteros, era uno de sus admiradores. Lamentablemente, buena parte de su obra se perdió. Entre el incendio de Lunéville que redujo a cenizas su taller durante la Guerra de los Treinta Años, la incuria de un hijo gobernador al que avergonzaba la profesión manual del padre y los cambios del gusto, su fama fue desvaneciéndose. El siglo XX lo rescató, y hoy es un artista valorado. Apreciamos que pusiera al descubierto la indigencia del hombre, que meditara sobre su condición de ser al que apenas ilumina la luz que lo alumbra, y que lo hiciera con la sencillez que lo hizo. Más aún, si pudiésemos permitirnos el lujo de creer en la belleza, la veríamos quizás como él: no algo grandioso, una luz incandescente, sino más bien lo contrario, el brillo modesto de una vela en la noche.

El uso de luces exiguas, seña de identidad de la pintura de La Tour, ha sido interpretado de formas diversas. Pascal Quignard habla de recogimiento, y lo conecta con las lecciones de tinieblas de la música barroca. En los Oficios de tinieblas era costumbre cantar «Las lamentaciones» de Jeremías y «Los suspiros» de la Magdalena mientras iban apagándose las velas que forman las letras del nombre hebreo de Dios. La noche caía lentamente sobre los devotos y estos, obligados a mirar hacia dentro, tomaban conciencia de su destino: vagar en la oscuridad del pecado en busca de salvación.

Mundo interior

El lector que acuda a ver la exposición comprobará, sin embargo, que no todas las escenas del maestro francés responden a esa búsqueda. A menudo se trata de algo trivial: avivar una llama, descubrir una pulga y reventarla con los dedos, iluminar una estancia. La luz artificial y nocturna, el toque tenebrista, introspectivo, representa el encuentro del alma consigo misma, pero también la simple intimidad humana. ¿Acaso nuestro mundo interior, nuestra intimidad, es menos real que lo que nos circunda y trasciende? La llama de las velas simboliza la limitación de nuestras luces y, al tiempo, la necesidad de atenerse a ellas. El círculo de concentración y silencio que forman delimitan el ámbito donde el hombre es sin engaño. Volcados en lo suyo, como si nadie los observara, los personajes de La Tour parecen, por eso, haber sido sorprendidos siendo simplemente lo que son.

Creo que esta una de las razones por las que su pintura atrae hoy tanto. Nadie se siente extraño frente a sus cuadros ni se cansa de mirarlos. Y no porque sea de esos artistas a los que gusta poner a prueba la atención del espectador –localicen la mosca en una de las piezas de músicos con zanfonía– sino porque invita al silencio y el recogimiento. Hay demasiado ruido en el mundo. El Museo del Prado, que organizó en 1994 una muestra centrada en esos músicos, y en 2009, al inaugurar el programa «La obra invitada», eligió para empezar su «Magdalena penitente», es consciente de ello, y por eso acierta ofreciéndonos otra vez la ocasión de reencontrarnos con él. Cumple así su particular oficio de tinieblas.

Ver los comentarios