Juan Manuel de Prada - Raros como yo

El hombre de negro

JJ Bermúdez es un bioquímico reconvertido en autor de novelas de espías de sabor nabokoviano

Juan Manuel de Prada
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¿Quién podía imaginarse que el autor de una monografía titulada «La digestión anaerobia» acabase escribiendo novelas de espías? Pues esto, exactamente, es lo que le ha ocurrido a José Joaquín Bermúdez Olivares (1963), un bioquímico que un día cualquiera se quitó los guantes de látex con los que acariciaba sus cultivos bacterianos y se puso a escribir como un descosido. JJ Bermúdez es cartagenero y de familia castrense, si se nos admite la redundancia; en su circunspección, a la vez flemática y socarrona, hay un residuo de prestancia militar, pero de militar del siglo XVIII que se sienta a esperar que llegue el XIX para decidir si se suma a los carlistas o a los liberales. Niño prodigio que saltaba de la cama con el toque de diana para leer a Stevenson, las noches se las tiraba de imaginaria, urdiendo historias bizantinas.

Pero, llegada la juventud, aparcó aquella vocación precoz para dedicarse a la biotecnología; hasta que, siendo ya cuarentón corrido –¡esto sí es una digestión anaerobia como Dios manda!– le vino la nostalgia de la literatura que había mamado en la juventud. Y entonces decidió que, si había podido batallar con aquellos bichitos microscópicos, mucho mejor podría hacerlo con las palabras. El caso era batallar sin tener que moverse del asiento; pues no en vano JJ Bermúdez había sentido siempre aversión al ejercicio físico. ¡A la vejez, novelas!

Malabarismos misántropos

También por esos mismos años reverdeció su fe religiosa. JJ Bermúdez descubrió al fin que era un reaccionario, como todo feo, católico y sentimental que se precie. Y como le habían obligado a vivir en una época hórrida, decidió que su literatura debería incorporar sus gotitas de misantropía solapada y guasona. Pero JJ Bermúdez, misántropo y reaccionario, no lo es al modo cascarrabias y pedregoso que suele gastarse en la cofradía, sino al modo leve y aleve de quien sabe repartir sus aguijonazos por lo bajinis. Así ocurre en sus dos novelas, «El último de Cuba» (2016) y «El hombre de negro» (2017), publicadas ambas en la editorial La Huerta Grande. En ellas, el autor hace birlibirloques constantes con los géneros, para instalarse en una continua esperpentización de la realidad y en un gozoso juego malabar con el lenguaje.

En «El último de Cuba», como en una habanera de ida y vuelta, JJ Bermúdez alterna las historias del verídico Manuel Santander y Frutos, el último obispo de la Cuba española, y el ficticio Rafael Sánchez, un reticente espía con pujos literarios que desembarca en la isla cuando ya el régimen de Batista se tambalea. Las dos acciones, separadas por más de cincuenta años, se alternan promiscuamente, para internarse poco a poco en la aventura del lenguaje, que es el territorio donde Bermúdez retoza con mayor deleite. En JJ Bermúdez conviven el admirador de Waugh o Ishiguro con el discípulo de Nabokov o Cabrera Infante; y el resultado del cóctel resulta muy ocurrente y chisposo, sobresaltado de raras pirotecnias verbales y afluentes narrativos.

Especialmente memorable es el retrato que Bermúdez hace de la vida literaria de los años 50

Todavía más nabokoviana y despepitada resulta su segunda novela, «El hombre de negro», una «segunda salida» de su personaje Rafael Sánchez, ahora engolfado en una trama de espionaje que lo llevará por los más variopintos parajes, siempre a lomos de los retruécanos más desternillantes, mientras merodea el misterio del Mal. La novela, ambientada en los años cincuenta del pasado siglo, utiliza con mucha sorna y elegancia el anacronismo; y su reconstrucción de la época, a la vez glamurosa y mugrienta, fasci- nadora y garbancera, tiene un aroma «steampunk» que hará las delicias del lector que entienda sus guiños.

Especialmente memorable es el retrato que Bermúdez hace de la vida literaria de la época, con semblanzas fervorosas o demoledoras de Delibes, Cela o Martín Gaite; y, como al autor le gusta trasponer épocas, hasta yo mismo me llevo algún arañazo (o caricia anaerobia). Todo ello entre inagotables juegos de ingenio y de palabras que se multiplican como por milagro (¡o por mitosis!). La prosa de Bermúdez tiene algo de chistera de prestidigitador de la que salen sin descanso conejos cándidos o renegridos, según el humor del autor; pero unos y otros terminan haciendo migas, en una perpetua orgía gongorina.

Antiguo y moderno

Como a Rubén, a JJ Bermúdez le gusta ser muy antiguo y muy moderno; o, más específicamente, vanguardista y reaccionario. Esta audacia de maridar lo viejo y lo nuevo en una aleación inédita nunca se ha entendido bien en España, donde al escritor que abomina de las ideologías en boga se le pide, además, que escriba como si fuera un hijo tonto de Palacio Valdés. A Valle-Inclán, sin ir más lejos, los carlistas más beatos lo amonestaban porque en sus «Sonatas» se follaba mucho, hasta conseguir que se hartara de ellos y se pasara a Lerroux. Sería terrible que a Bermúdez sus lectores más refractarios a las osadías verbales acabaran haciéndolo liberal, o por lo menos conservador; conversión que tendría sobre su escritura el mismo efecto que el bromuro sobre la libido.

De momento, JJ Bermúdez me asegura que se dispone a cerrar su trilogía sobre el espía Rafael Sánchez, al que yo pongo la cara del actor George Sanders.

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