Israel Galván, bailaor y coreógrafo flamenco, en su estudio
 Israel Galván, bailaor y coreógrafo flamenco, en su estudio - abc/Corina Arranz
CONVERSACIONES DE ESTÍO

Israel Galván: «La única manera de seguir bailando es bailar feliz, aunque muchas veces se sufra»

El bailarín ha vuelto de vacaciones y nos espera en su estudio, una nave que pasa inadvertida entre otras dependencias obreras no muy lejos del centro de la capital andaluza

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El calor africano del verano es una condición sevillana. Es lo primero que nos da en la cara nada más salir de la estación de Santa Justa una tarde de finales de julio. Israel Galván ha vuelto de vacaciones y nos espera en su estudio, una nave que pasa inadvertida entre otras dependencias obreras no muy lejos del centro de la capital andaluza. El acento sevillano cerrado, el tartamudeo, la pelea con las palabras, la calidez, la forma franca, amigable, cómplice, de mirar, que busca la cercanía, como si se expusiera, pero al mismo tiempo con una belleza de gran animal que se sabe raro son parte de los atributos de este bailarín/bailaor que rompiendo con todo ha llevado el flamenco tan lejos como pocos.

Aunque dice que no esperaba llegar a los 42 años que gasta, que todo lo que viene ahora es tiempo extra, regalo, es difícil imaginar cuál va a ser la última frontera de este hombre con el que se podría uno pasar horas charlando, estando en silencio, viendo pasar el río del tiempo. Bailando. Alguien podría pensar, oyéndole, que no es elocuente, que tiene la boca llena de piedras que no le dejan hablar, y sin embargo es evidente que en su cabeza se forman pensamientos precisos y preciosos que cuando llegan a la boca le salen a trompicones, quizás no bellos formalmente, pero sí de una hermosura hecha de plasticidad, ideas que en realidad son imágenes. Y entonces uno se da cuenta de que tal vez haya un río subterráneo, que el idioma de Israel Galván es una prosa hecha de puro movimiento, de cuerpo que habla, aunque cuando hable diga cosas que estremezcan el sentido, que uno quiera después quedarse callado a pensar lo que ha dicho, por cómo lo ha dicho, por lo que ha querido y acertado a decir.

La única manera de seguir bailando es bailar feliz, aunque muchas veces se sufra

Como cuando dice: «La única manera de seguir bailando es bailar feliz, aunque muchas veces se sufra». Es raro, porque hablamos con Israel Galván porque baila como baila y queremos que ponga en palabras su baile, cuando son dos lenguajes distintos, aunque el cuerpo, la mente, el alma sean los mismos, el mismo río, distintos afluentes. Como lo ha vuelto a ver lo que le vieron bailando junto a la cantaora Estrella Morente en el Festival Internacional del Cante de las Minas, en La Unión, o le verán haciendo su solo en los jardines del Museo Picasso de París, este verano ardiente de justicia y esperas.

—¿Qué clase de animal es el público?

—Bueno, así como... como un poquito medio de chiste lo que dijo Dominguín, que el público era la muerte. A lo mejor el público es un animal peligroso porque te mata. Lo que pasa con el público es que tiene dos momentos: uno cuando no lo ves, porque está la luz negra; y otro cuando quieres bailar y que te vea, y tú mirarle a los ojos a la gente mientras bailas. Ese es otro. Incluso le puedes bailar a una persona, no hace falta que le bailes a todos. Pero el público para mí es algo que va variando y lo notas, puede ser peligroso, pero también como una medicina, como un líquido, algo que al que baila le cura, como un medicamento. También cuando hay una comunicación es cuando el público está dentro, en la misma rueda.

—Es curioso porque en su último espectáculo, «Fla.co.men», al principio, cuando empieza la función, está todo encendido, con lo cual esa especie de atmósfera cerrada del escenario y el público a oscuras se rompe. Después ya entra la luz de función y ya te metes, pero al principio hay una especie de exponerse más todavía: porque le pone luz en la sala, se expone usted, pero también se expone el público...

—Sí, es para no empezar muy serio, para entrar como en una salita. Yo lo veo como si fuera tu sitio y entonces primero saludas, dices «hola», y eso. Más o menos era como crear un ambiente más relajado, diciéndole a la gente: «Buenas noches».

—¿Menos solemne?

—Sí

—¿Para quién baila Israel Galván?

—Yo me he dado cuenta de que bailo para mí. Me he dado cuenta de que en el baile está el Israel normal, el de la vida, pero tengo como un amigo mío que es el que baila y es el que me ayuda. Bailo para mí, para mi amigo Israel. También siempre cuando ensayo

Cuando bailas te vienen a la mente tus hijos, tus maestros, músicos

miro a ver qué reacción va a tener la gente. Yo creo que puede ser esta, yo creo que puede ser esta otra. Aunque no lo sé seguro, porque no lo sé ni yo. Aparte, cada función se vive de una manera. Pero primero bailo para mí, y luego las cosas que te vienen a la mente: cuando bailas te vienen a la mente tus hijos, diferentes maestros, músicos, sensaciones. Digamos que se baila a eso, no directamente a la gente. Yo estoy bailando porque me acuerdo de estos, o quiero esto. Cada vez que bailo voy como muy rápido, como si la mente fuera a la velocidad de la luz de un lado a otro.

—En todos los espacios de ensayo, tanto de ballet como lo que usted baila, aquí mismo, hay espejos. El espejo tiene un papel evidente, porque es verse, ver cómo se hace. Pero no sé si también el espejo, dentro del espacio de trabajo, tiene un valor también mayor, o más misterioso. ¿Cuál es su relación con el espejo, en este espacio?

—El espejo es como la parte falsa que tienen los artistas, o que tengo yo, que cuando no es falso bailas sin verte. Hay veces en que primero no soy tan verdadero y entonces me miro, pero cuando ya me veo porque me veo fuerte me hago así [dice como hurtándose a la curiosidad del omnipresente espejo que llena toda una pared] y no me miro. Entonces le diría que es como un medicamento que...

—¿Un placebo?

—Bueno, un placebo está bien. Yo me lo tomo como eso, como un medicamento para tus debilidades...

—¿El espejo engaña entonces, mucho? ¿Te puede dar falsas impresiones?

—Hombre, verá, también te miras porque quieres corregirte. También hay días que me digo: me quiero ver bailar yo hoy. Quiero que la gente vea esto. Pero es siempre una cosa de fuera. Porque cuando baile espejo no hay. Creo que se nota: la persona que siempre baila para el espejo luego en el escenario creo que es como si le amputaran algo.

—¿Se nota, no?

—Yo lo noto. Es como que te amputan una cosa, es como un agarre.

—¿Por qué baila?

—La verdad es que esa pregunta me la he hecho mucho. Como he bailado de chico, porque mis padres me obligaron a bailar, me la hice muchas veces. Pero hace unos años me dijo un médico que tenía las rodillas mal y tenía que estar como un año casi sin bailar, porque me tenía que hacer una operación. Pero al final no fue nada. Fui a otro y me cambió el movimiento y seguí bailando. Ahí me di cuenta de que no podía estar sin hacerlo, ¿qué voy a hacer yo un año sin bailar? No era por ganar dinero, porque podía tener dinero ahorrado. No era eso, era la sensación de ¿ahora que hago yo sin bailar? Y luego me he dado cuenta como he dicho antes de que es como mi idioma. A mí me cuesta mucho relacionarme con

Cuando salgo del escenario quiero ser normal, ser uno como es

la gente. No sé si es una debilidad o qué, pero no soy tan abierto como otras personas. Pero no pasa nada. Yo intento que cuando estoy mal no se note. Cada uno es como es. Pero es verdad que en el escenario es donde veo yo que cojo mi verdadera fuerza. Lo que más importa es la vida, ser uno como es. Si el escenario forma parte de la vida, porque en mi caso me dedico al baile, no quiero ser todo el tiempo el bailaor. Cuando salgo del escenario quiero ser normal, no quiero...

—¿Quiere dejar el personaje ahí?

—Sí, quiero dejarlo y quiero también al Israel de la vida y ponerlo en el escenario. A veces creo que es más bonito y también más sano coger al Israel digamos normal, el de la calle, que habla, que está hablando con usted ahora, y ponerlo en el escenario, que el del escenario llevárselo para dar una vuelta. Eso me hace débil. Yo creo que cuando bailo... Es como que se puede conseguir de todo cuando se baila. Entonces, es un mundo que domino más. El baile lo domino más que la vida.

—Es curioso, porque para ser un sevillano introvertido, que ya es una figura rara de por sí, o el estereotipo del sevillano, en su caso esa introversión se convierte en otra cosa. Se vuelve elocuente cuando no habla, cuando habla con el cuerpo, más elocuente...

—A mí me gusta mucho viajar, estar en otras ciudades porque no son tan sevillanos, y entonces me siento más normal. Pero aquí es verdad es que te miran con los ojos y te dicen: «Este chaval está colgao», y yo mismo lo sé, porque he nacido aquí...

—¿Qué haría si no pudiera bailar?

—Si no pudiera bailar pues a lo mejor sería maestro...

—¿Pero maestro de baile o de otra cosa?

—Sí, maestro, o a lo mejor coreografiar. Yo creo que haría algo vinculado con el baile.

—¿Qué busca cuando baila?

—Lo que me gusta es que cuando bailo no pienso, es totalmente vivir el momento. Siempre uno está pensando, en el futuro... y cuando bailas como no lo hagas en ese preciso momento es una cosa falsa.

—¿El público lo nota?

—Lo noto yo y el público lo nota. En ese segundo, aunque sea un paso superensayado, no se va a reproducir de la misma manera. Porque hay una luz diferente, un sonido diferente, el guitarrista no está igual... Es la realidad de ese momento. Me gusta esa sensación porque es muy de verdad. Cuando bailo busco la verdad.

—¿Quién era Félix Fernández García, alias «El Loco»?

—Me habló de él mi amigo Pedro G. Romero, que por lo visto era un hombre que cuando vinieron los ballets rusos quisieron que les enseñara bailes flamencos. Él lo que quería era bailar con ellos, pero le dijeron que no, que solo maestro. Y al final acabó loco bailando en un manicomio. Para mí fue como un personaje que siempre me ha inspirado. Cada obra que he hecho me he sentido

El loco fue un personaje que siempre me ha inspirado, quería bailar con los ballets rusos

muy vinculado a él. Era el momento en que hice mi primera obra, «Los zapatos rojos», y verdaderamente decidí ahí bailar para mí, no quería bailar para la gente o para los críticos. Venía de ganar lo de la Bienal, en La Unión, y yo bailaba los bailes, las alegrías, los palos flamencos, y el crítico sí me podía decir: hoy ha bailado bien, hoy no ha bailado bien. Porque era una cosa que controlaba. Pero no quería hacer eso yo, un baile que me pudieran controlar. Fue la primera vez que me dijeron: bueno, monta algo. ¡Ay!, digo, pues voy a hacer una cosa que nadia más que la puedo contar yo, y todo lo más que va a poder decir la gente: no me gusta, o sí me gusta. Y entonces Félix el Loco es una bonita locura que empezó ahí, y a partir de ahí empezó mi otra carrera, mi otra línea, que es la que a lo mejor si no hubiera cogido esos zapatos rojos e irme corriendo no hubiera seguido bailando, porque encontré la locura de ser libre.

—¿Le sirvió de estímulo, de ejemplo? ¿Le atizó?

—Sí. No me di cuenta porque en ese momento lo sufrí. Porque el cuerpo me lo hizo, no lo pensé.

—¿Primero lo hizo el cuerpo y después lo pensó?

—Lo he pensado ahora. Yo creo que hice esto por esto, porque no quería yo que me dijeran que lo había hecho bien y tal.

—Igual que el cuerpo suena, que hace sonar su cuerpo, ¿el cuerpo piensa? ¿Tiene la sensación de que el cuerpo piensa, más que su cabeza? ¿Piensa con todo el cuerpo?

—No sé. A veces me dice la gente, ¿tú lo montas eso, o lo haces? Yo lo monto todo, muy calculado.

—¿Lo va anotando?

—Antes no me grababa, antes tenía los pasos muy descifrados, ahora viene el paso del animal, ahora el paso del tacón aquí, porque no me quería ver, pero desde hace tiempo pa’cá sí me veo, me grabo, y cada vez tomo menos notas, aunque la verdad es que me gusta anotar también porque me relajo. Apunto cosas e ideas. Yo creo que tengo la habilidad de pensar sin pensar, lo pienso pero a la vez no lo pienso. Porque cuando lo piensas mucho se te nota que estás pensando. Eso te cansa mucho las energías y deja de ser fresco.

—¿Es como una especie de sinestesia? ¿A veces uno puede pensar que los números tienen colores, o que la música es pensamiento?

—Yo creo que son pensamientos muy rápidos.

—¿Pero no son palabras, no? ¿Como si el movimiento pensara por sí mismo?

—Sí, son conexiones muy rápidas, tan rápidas que no te da tiempo a decir: ahora viene el paso este. No se puede. Pero al mismo tiempo, el que dice yo bailo según como me salga. Eso tiene una cosa buena y una cosa mala. El día que te salga bien te saldrá muy bien, pero el día que te salga mal te sale muy mal. Y es que no me gusta la sensación esa, por eso me gusta tenerlo todo cogido. Pero a la misma vez parece que se me olvida, y que lo acabo de pensar. Es una mezcla que no sé cómo llamarlo. Es tal vez eso que es arte. Es como cuando Curro Romero dice: a ver cómo viene el toro hoy, o no me he sentido bien, hoy sí que he toreado. Es verdad que no lo puedes plantear todo, que depende de cómo te venga el animal... En cierto modo cuando bailas el baile sí es un animal, el público, la música, tú... A ver cómo está el animal hoy. Hay toreros que mentalizan y tienen claro lo que van a hacer según venga el toro, y saben qué pase le van a hacer. Yo tengo la coreografía hecha, pero a la vez se borra, y la rehago. No me lo permito, que no esté hecha, todavía no. A lo mejor en lo próximo que haga pues no hay coreografía, y vamos a ver...

—Pero esa sensación se tiene viendo su espectáculo. A veces da la sensación de que está creando la coreografía mientras la baila...

—Porque creo que me gusta la sensación esa, porque la mente es muy rápida.

—También es más arriesgado. ¿Más vertiginoso, porque a fin de cuentas es como meterse en un terreno desconocido?

—Lo arriesgado es bailar sin tener nada. Eso me parece muy arriesgado. Ahora mismo. Cada vez que hago una obra nueva cambio. Seguramente llegará un momento en que diga: esta obra, este baile es sin coreografía. Pero ahora mismo no.

[Escuchándole me viene a la memoria la imagen del pintor japonés, que se pasa la vida trabajando su arte, tratando de que la mente intervenga cada vez menos, que la mano piense por sí misma, que la mano y el pincel sea un mismo miembro, y que el dibujo salga como por ensalmo. Porque es lo que alguna vez se siente viendo cómo pinta Israel Galván con su cuerpo sobre el escenario].

—Eso que ha dicho antes de que el movimiento va a veces, aunque esté muy pensado, como si el cuerpo reaccionara de forma automática, no sé si se lo ha dicho alguien, pero me recuerda un poco lo que hace Messi, que a veces hace cosas con las piernas como si las piernas pensaran por sí mismas, y fueran más rápidas que la cabeza.

—Es lo que dicen: que ha visto la jugada antes. Porque yo creo que Messi es bueno porque sin tener el físico de Cristiano Ronaldo la mente sí que le va rápida.

—Igual es que tiene parte del cerebro en el pie.

—Yo creo que ve la jugada antes de que ocurra. Se le nota en los ojos. Él tiene una mirada y una mente que sabe, ve las cosas antes, y cuando llegan los defensas ya es tarde.

—¿Y a usted no le pasa un poco eso?

—No, yo no soy un genio ni ná. [Se ríe]. Lo que yo hago es que aunque la coreografía está montada a la vez sé que viene el paso ese, pero me da tiempo a decir: mira qué paso me ha salido.

—¿Qué siente que ha encontrado, si es que ha encontrado algo, en todo este tiempo?

—Me he encontrado ser bailando libre, y que el baile incluso me ensaña también el arte y a vivir, y como que lo mezclo con la vida, y cojo una cosa de aquí y otra cosa de allá y es como que no te aburres. Yo me puedo pasar horas bailando aquí en el estudio. A mí me da igual la gente, yo paso tiempo con mis hijos, pero puedo pasarme horas y horas encerrado y cuando estoy cansado me voy. Y lo que he encontrado es una manera de cambiar, una magia que según cada no sé cuántos años, cada ciclo, por decirlo así, soy una persona nueva. Cuando me miro en el espejo es verdad, yo veo vídeos de antes, y no soy el mismo. Se me va el cuerpo diferente. Es interesante porque vives varias vidas.

—Hay un psiquiatra francés muy famoso, Jacques Lacan, que decía que el nombre es el destino. ¿Por qué le pusieron Israel y en qué medida su nombre ha condicionado su vida y su arte?

—Mis padres me pusieron Israel porque leían la Biblia y eso, porque también cuando nací era un nombre de moda. Yo conozco a muchos Israeles de mi generación, y la verdad es que en mi vida, de niño, me decía: ¿por qué no me llamo yo Jorge? Israel. Tiene peso. Es el nombre de una religión, de un país, es como un sello de que no se te olvide, que Dios está ahí, el pueblo, la tradición, ¿sabe? Me gustó mucho una gira que hice por los países árabes que me cambiaron el nombre porque me dijeron: aquí no te puedes llamar Israel.

—No me diga, ¿en serio? ¿Y cómo le llamaron?

—Galván de los Reyes, que son mis apellidos. Y a mí me gustó mucho Si lo hubiera sabido me hubiera gustado ponerme ese nombre artístico.

—Es bonito, muy flamenco.

—Lo veo como pretencioso.

—Es faraónico.

—Pero bueno, yo busqué el significado de Israel en el diccionario, y es el que lucha con Dios, ¿no? Aparte tampoco es un nombre flamenco, y es curioso que nunca me han llamado a bailar en Israel.

—Todavía.

—He ido con Mario Maya, pero yo con mi baile, como Israel Galván, nunca he ido.

—Estaría bien: Israel va a Israel.

—Pues nunca he ido.

—¿Es testigo de Jehová, como sus padres?

—No, nunca he sido. He leído mucho, lo respeto, respeto todas las religiones mientras no hagan daño a la gente, pero no sé. También el cuerpo, antes de pensarlo, me dijo que no. Para serlo tienes que bautizarte, y mis padres me decían: «A ver cuándo te bautizas». Y era como que el cuerpo no quería. No era que yo dijera: «No me bautizo por esto, esto y esto». ¡Qué va! No, no, no, y el cuerpo iba también por ahí.

—Pero ¿cree en algún dios?

—Pues ahora mismo no. La verdad es que desde hace tiempo me da un poco de pena. Cuando dejé de creer en Dios, digo: «¡Hostiá, ahora me muero!». Primero me sentí liberado, no me castiga. Pero a la vez pensaba, ahora me muero. Claro. Tiene una cosa buena y una cosa mala. Pero ahora mismo no...

—¿No hay ningún peso?

—No hay ningún peso y la verdad es que cuando me vienen las cosas esas no pienso, y por eso lo que me viene muy bien es bailar. Ahí no me acuerdo yo de nada, de esto de que me voy a morir.

—Cuando estrenó «Lo Real» en Madrid le abuchearon. ¿El artista debe trabajar con el público, a favor del público, contra el público, a pesar del público? En esa obra había metido mucho, con el Holocausto, los gitanos, los testigos de Jehová, ¿fue doloroso que hubiera gente que gritara «¡fuera, fuera!»?

—Yo la verdad tengo que decir después de ver el vídeo que la obra tenía grietas, porque fue una obra que se hizo nueva allí. Porque cuando haces una obra a veces en los ensayos no te das cuenta. Por eso muchas compañías prefieren rodar la obra antes de llegar al sitio importante.

—¿Para asegurarse?

—Para asegurar. Y entonces vas. Pero nosotros fuimos en todo el centro. Yo creo que a la gente no le gustó. Yo creo que también estaban en desacuerdo con la dirección de Gerard Mortier, entonces creo que la gente vio grietas -porque es cierto que la obra tenía grietas- y se metieron. Lo viví bien, no lo viví como un fracaso. Cuando empezó la obra iba todo bien, nadie decía nada, en silencio, todo funcionaba, pero cuando salió Uchi, una bailaora que no era profesional (a mí una de las cosas que más me gustan de «Lo Real» es lo que hace ella), allí la gente empezó a decir que aquello era una tomadura de pelo. Ahí nos quedamos todos... Yo me vine abajo, porque pensé: ¿Ahora cómo sacamos esto adelante? Creo que nos miramos todos, porque eran amigos. Yo me di cuenta que nadie había vivido eso, nadie había hecho una obra del genocidio con ese ambiente. Todo era nuevo para nosotros. Ella,

Yo creo que también estaban en desacuerdo con Gerard Mortier

sin insultar, se echó palante, y en ese momento creo que me vino a la cabeza Gerard Mortier. Porque él me había enseñado óperas en las que la gente se había ido. Y eso me dio mucha confianza. Porque nunca había visto yo un hombre que tuviera tanta luz. Porque cuando aparecía, todo el mundo decía: «¡Ahí viene!», y decían: «Este es alguien». Y era como que tenía un poder que llevaba como una corte alrededor: «¡Que viene Gerard Mortier! ¡Que viene Gerard Mortier!». No lo conocí mucho, pero me di cuenta de que era un hombre libre. Recuerdo que estaba hablando conmigo y alguien se acercó un asistente y le dijo: «Ha venido la Reina», y él le respondió: «Espera un momentito. Espera un momentito». Pero no lo dijo mal, ni mucho menos. Eso a mí me sobrecogió. Y me dio confianza. Mi compañía le decía: «A ver si nos puede ayudar. Que nos haga la luz Bob Wilson». Y él respondía: «No, no, no. Lo que digas tú. Te he cogido por ti. Porque me gusta lo que haces. Como si quieres bailar ocho horas...». Eso no me había ocurrido con nadie. Y un hombre en un teatro como el Real, con ese peso, tan formateado, con tanto empaque, que quisiera hacer lo que él quería, cuando me abucheaban sentía que tenía como un ángel de la guarda, que era él. No es que me crea Pina Baush ni mucho menos, pero había visto obras de Pina Baush en las que la genta la abucheaba y se salía. Y me quedaba de piedra, no lo entendía. Yo sabía que había hecho una cosa buena, nosotros, toda la gente que había. Luego, cuando vi el vídeo, comprobé que el público también tenía sus razones. Vi que había grietas. Pero recuerdo al público como un personaje más...

—¿Parte de la función?

—Parte de la función esos acentos, esas voces, la manera de decirlo. Porque yo puedo respetar todas las opiniones, que diga uno «¡Vete con no sé quien!», pero la manera en que lo decían tenía un acento que nunca había vivido. Como el hombre que insultaba al cantaor: «¡Sinvergüenza!». Según como te lo diga te ríes, pero como te lo diga con un acento... Es como cuando gritan «¡Viva España!». Depende del acento que le pongas. Y no lo veo como un insulto. Fue como una bofetada. Los jaleos fueron parte de la música, yo al menos lo viví así.

—¿Qué le da miedo?

—Miedo me doy yo mismo, me doy. Miedo cuando quiero conocer algo nuevo y me digo: «Ozú, ¿a dónde me va a llevar esto?». A lo mejor hago daño, a lo mejor me hago daño. Me doy miedo yo a mí mismo porque siempre que hay algo nuevo la gente reacciona con miedo. Luego no quieren volver a lo viejo, porque descubren que les gusta lo nuevo. Hay veces hay que irte a lo viejo para encontrar lo nuevo. Por ejemplo cuando hay zapatillas retro, Nike. ¡Mira qué bonitas! Pero son retro.

—¿Qué son los sonidos negros?

—Los sonidos negros es una frase de alguien...

—Cuando hablan del flamenco, de cantaores clásicos que cuando cantan parece que están tocando un mundo de sombras, de dolor muy grande, y parece que convocan a los sonidos negros...

—Es verdad que el flamenco tiene la cualidad de que cada flamenco lo interpreta de una manera. Es verdad que hay unos colores: eso tiene un sonido blanco, eso tiene un sonido negro, eso tiene un sonido payo, eso tiene un sonido gitano... Porque los gitanos cantan de otra manera, le suena la voz de otra manera, ni mejor ni peor. Y en el baile creo que se mueven de otra manera, y tocan de otra manera. Entonces pues sí, sonidos negros, hablando de colores, el flamenco tiene un abanico de muchos colores.

—¿Y si tuviera que elegir un color para usted?

—A mí me gusta tocar todo, todos los colores, y mezclarlos.

—¿Usted es medio payo y medio gitano?

—Sí, mi padre no, mi madre sí.

—¿Y cómo explica el arte jondo? ¿Se puede explicar, o para explicarlo hay que hacerlo?

—Bueno, hay gente que lo conoce muy bien y no lo hace. Y hay gente que baila y canta muy bien y no saben cómo hablarlo, cómo decirlo. El arte jondo como que te duele, de hundir, de profundidad. Es verdad que el flamenco de verdad que se transmite te tiene que romper. No siempre tienes que romper porque puede llegar a ser muy cansino. Yo veo a los que se rompen mucho que al final se encierran en cuatro palos. Los cantaores que se rompen cantan siempre seguriyas, soleás, bulerías, tonás, porque son los cantes de romper. Tienen como cuatro cantes, pero el flamenco es

En el flamenco siempre se deja la vida, a veces se dice se esta matando y es verdad

más grande. Y los bailaores y las bailaoras que se rompen mucho bailan por soleás, por seguriyas, por bulerías, y les cuesta trabajo irse para otro lado, porque la única manera que tienen de transmitir el flamenco es rompiendo. Yo creo que también para transmitir flamenco tienes que dejar un poco de vida. Porque la particularidad que tiene el flamenco es que a veces la gente dice: «Y ese que se está matando... Y es de verdad». Porque no puede ser falso. El flamenco para sentir ya puede ser sonidos blancos, o sonidos negros, o grises, pero siempre se deja la vida, se deja un poco de vida. Ya puedes tener más años o menos años, pero el esfuerzo ese es la cualidad que lo hace.

—¿Ser fiel al flamenco es como ser fiel al jazz, siendo fiel a uno mismo y libre hasta las últimas consecuencias?

—No sé.

—¿Cómo hace usted? Porque a veces le acusan. Como si el flamenco fuera un corsé, y el eterno debate de si es o no es, el discurso de los puristas... El más flamenco es el más libre porque partiendo del flamenco lo lleva, como hace el jazz, adonde quiere...

—Carmen Amaya, que es el símbolo de pureza, y Farruco, para mí fueron los más impuros. Porque rompieron con lo que había. Nadia había bailado antes como Farruco. Farruco vio, me imagino, algo, alguien, y él mismo sacó algo, una fuente. Ahora todo el mundo bebe de ese fuente. Pero la fuente pura es él. Pero él para ser esa fuente no podía bailar como los de antes, no podía ser una copia. Quería romper, y rajó. Y Carmen Amaya. Lo bueno que tiene el flamenco es que no es puro. Por ejemplo, Camarón. ¡Cuántas veces se le ha criticado! O Paco de Lucía... Y también hay un poco de molestia. A alguna gente le molesta cuando una persona hace lo que le da la gana. En general, en la vida, hay gente que dice: «Mira ese como hace lo que le da la gana». Y se molesta. Pero no hace daño a nadie.

—Pero es que cuando uno es libre deja en evidencia a los que no lo son.

—Un poco de eso hay.

—Su padre y su madre eran bailaores. Su madre bailó hasta los siete meses de embarazo. A los dos años ya les acompañaba en el escenario. ¿Era predestinación?

—La verdad es que los recuerdos que tengo son muy bonitos. Tengo sabores que me recuerdan aquella época. ¿Conoce la bebida esa, San Francisco, el cóctel? Hay una generación mía que son bailaores y bailaores que bailaban de chicos, yo creo que a lo mejor era por Joselito y por Marisol. En la época mía siempre había niños bailando. Ahora mismo es imposible ver a las doce de la noche o a la una de madrugada a niños bailando...

—Te detienen.

—Yo me acuerdo que vino un día la policía y nos escondimos todos. A mí me tiraban dinero. Yo ganaba más dinero que los mayores. Ya venía yo un forzado, porque cuando yo veía los billetes lilas, que eran los de cinco mil pesetas, sabía que había bailado bien. Cuando eran verdes no estaba tan bien. Tenían que ser lilas. Y eso iba acompañado del cóctel San Francisco. Yo vivía el mundo de la noche. En la época que yo bailaba había un humorista que se llamaba El Gran Simón, que se vestía de mujer. Había muñecos de ventrílocuo. Yo vivía mucho la noche. No es normal eso, no es lo adecuado, me imagino, pero a la vez, como no me pasó nada, lo recuerdo como un mundo entre mayores y no sé si ha sido bueno o malo.

—¿Como ensaya? ¿Hace como un pintor que viene todos los días al estudio para que la inspiración le encuentre trabajando?

—Es verdad, porque si no vas no viene. Yo soy consciente, aunque a veces te viene cuando menos te lo esperas, cuando estás andando. Yo intento un poco desconectar. Pero yo me enchufo y entonces veo, cuando estoy por la calle, y coordino los movimientos de la gente, los semáforos. Claro que eso no puede ser siempre, porque si no no vives. Pero el hecho de venir aquí, me pongo música, o en silencio, y hago siempre primero una barra de ballet clásico... Me gusta mucho, no sé por qué, pero es que me centra. No sé por qué no he seguido bailando clásico, porque llevo haciendo la misma barra desde hace veinte años. Pero no avanzo, nada más que me quedo ahí.

—Pero seguro que le da un buen tono corporal.

—Claro, seguro. Primero hago unos ejercicios básicos, para no perder la forma, porque en esto también hay un poquito de físico, y luego ya voy repasando las obras que voy a hacer. Pero bailo siempre y voy pensando lo que voy a hacer. Tengo la capacidad de estar bailando y estar pensando, y unas cosas te llevan a otras.

—¿Cuáles son sus fuentes de inspiración?

—En general, todo. Cada vez me doy cuenta de que el mundo en general. Aparte está el arte, me gusta el cine, o algún libro, o la música. La música hay veces que al escucharla me lleva a un paso. La música clásica y todas. El flamenco en directo también. Y luego lo voy filtrando. Yo me inspiro de todo, de los sonidos blancos y de los sonidos negros. La suerte es esa. Pero si tengo que elegir, elijo a Enrique Morente porque yo le veo que tiene todos los colores. Ahora voy a pintar rosa, ahora voy a pintar blanco, ahora voy a pintar negro negro. Yo estoy buscando la manera en que Enrique hace un grito, estoy buscando ponerlo dentro de mí para llevármelo.

—Dijo en una ocasión, entre los veinte y los treinta años, creo, que se empezó a cansar del éxito y que quería dejar de bailar bien. ¿Bailar bien puede ser una forma de manierismo, de olvidar la verdad y la necesidad?

—Bueno, esto era lo de «Los zapatos rojos». Lo de bailar bien era porque llevaba una racha de críticas y de premios, y llegué a estar obsesionado. Nadas más que quería críticas buenas. Pero es que era que como no diga el crítico que no he bailado bien es que no he estado bien. Y a veces bailaba mal, pero el crítico decía que había bailado bien y ya estaba contento. Y llegó un momento en que me dije: «Yo ya no puedo con esto». Y pensé: «Voy a inventar una cosa que van a decir que esto no es flamenco, pero no lo podemos criticar...». Yo me he dado cuenta, cuando he bailado fuera, que era bailaor. Pero yo he notado cuando veía a la gente de danza que eso era danza, pero lo que yo hacía no era eso, yo hago flamenco. Verdaderamente me di cuenta de que mi verdad era eso, hago flamenco, pero con libertad de movimientos. Intento que la energía sea esa, porque sé que soy especial. Yo tengo muchos amigos míos, compañeros de danza, que ven el flamenco que se hace ahora, moderno, y dicen: «Eso no es flamenco. Eso es danza». Pero sin embargo se dan cuenta de que eso es flamenco. Pero no están viendo un paso que los flamencos digan: «Eso es flamenco». No sé si me explico.

—¿Por eso se siente bien en el binomio bailarín/bailaor?

—Yo la verdad que me gusta no ponerme nada, me gusta que no me clasifiquen. Igual que le dije que la gente del teatro Real vieron la grieta que yo vi, yo busco una grieta cuando bailo para que no puedan decir: «Ha hecho una mezcla de danza con esto...», porque me da mucho coraje. Es una necesidad mía, buscar la libertad, mía, para ser feliz bailando. Y yo sé que la única manera de seguir bailando es bailar feliz, aunque muchas veces se sufra. Pero hay que sobrellevarlo. Hay que ser consciente en el momento que se baila, ¿no? Y hay que ser consciente de cómo estás bailando, y si no está saliendo bien tira, que ya saldrá. Pero a mí me gusta también jugar en el sistema, porque en todos los festivales de danza y de flamenco está todo muy... Bueno, no sé cómo está. Pero me gusta meterme ahí y decir: «Pues no sé lo que es eso». Eso me divierte.

—No le gusta que le claven el alfiler como una mariposa disecada con el nombre en latín.

—No. Me gusta mucho cuando ni siquiera yo sé lo que es. Cuando lo muestro me divierto. A mí me gusta meterme dentro, pero una vez que estoy dentro me gusta salirme de lo que esperan.

—Como un caballo de Troya.

—Es como un niño, como un juego.

—Se quejó en una ocasión de que los jóvenes ignoran la tradición, como si crearan desde la nada. ¿Para matar al matar a padre hay que amarlo y conocerlo?

—Hay gente muy joven que digo yo: «¡Qué barbaridad lo inteligente que es y lo bien que sabe, y me da un poco de coraje!». Pero bueno, es la juventud. No lo digo físicamente, lo digo por la manera de pensar. Tiene una edad y ha llegado a una conclusión a la que no he podido llegar yo. Yo le tengo mucho respeto a la gente joven y a los niños. Estoy muy pendiente. Creo que en la juventud hay una gran fuerza, ahora que tengo 42 años, y me gusta rodearme de gente joven, porque sé que tiene una fuerza y una inocencia que la chupo. La gente joven que quiere hacerse vieja a la fuerza es la que no me gusta, como que se ponen un disfraz de viejo, en este caso cuando bailan. «No, yo soy viejo bailando». Eso

Yo no soy viejo bailando, detesto los jóvenes que se hacen viejos

yo no lo veo bien, porque el jarrón esta hecho. Lo demás son copias. Pero los jóvenes que van por la vida diciendo «yo creo esto», esos me gustan. Lo que sí se nota es cuando la gente no ha bailado en sitios chicos, en tablaos. No sé por qué, qué misterio hay, pero es una frase que dice: «A ese le falta eso». Cuando se ve un joven que va directamente, se pega el salto, yo lo noto. Es una sensación de que no rompe.

—Le falta fundamento.

—Pero hay jóvenes que de forma innata tienen algo y lo llevan. Se ven fallos, que no están profesionalizados, pero luego se afinan. Yo estoy a favor de que los jóvenes cuando sientan algo que lo hagan de forma bruta. Se nota cuando dicen: «Voy a sorprender». Se ve. La mejor cámara son los ojos. Se ve todo en los ojos. En el movimiento del brazo ya también. Si canta a partir del ojo, imagínate cuando montan un audiovisual, o lo que sea.

—¿Qué ha aprendido de Vicente Escudeor, Pina Baush, y Kazuo Ohno?

—De Vicente Escudero he aprendido pasos nuevos, un personaje nuevo, un color nuevo, una transformación. Porque Vicente Escudero, aparte de pasos, la manera de hacerlo era muy diferente. Porque aparte de bailar flamenco, y de revolucionarlo, todas las cosas que hizo con el mundo del arte se inventó un nuevo arte. Yo le he robado su forma y de vez en cuando la saco. He aprendido muchas poses de los dibujos que hacía Vicente y las he metido dentro de mi baile.

—¿Y de Pina Baush y de Ohno?

—De Pina Baush que se puede bailar no bailando, y se puede estar uno viendo bailar una cosa muy simple todas las horas que sean sin aburrirte. Cuando vi las obras de Pina Baush no querían que se acabaran nunca. Luego la conocí en persona y en todos los movimientos que hacía, desde fumar a andar, estaba como en otro mundo. Me di cuenta de que la danza es un arte que lo puedes sacar fuera, que lo puedes dejar en el escenario, pero también te puedes llevar algo. Pero es que para mí lo que me gustaba de ella es que ya no podía hacer un movimiento feo. Y a Kazuo tuve la ocasión de verlo bailar en su academia, y me pareció muy flamenco. Yo lo vi y me recordó a Enrique, El Cojo, que hacía butho porque no se podía mover. Kazuo Ohno, con otro bailarín que hacía butho, con el que estuve una semana, sentí que el cuerpo mío estaba cerrado y se me abrió. Noté físicamente que el pecho se me abrió. Y vi el movimiento libre, la ralentización que tenía mucho que ver con el flamenco. Le jondo me pareció muy jondo.

—¿Qué piensa cuando baila?

—Me gusta dejar la mente vacía para que entren formas nuevas. Yo me acuerdo que cinco minutos antes de hacer un paso ya estaba pensando a ver si me salía bien. Lo que me viene bien ahora es bailar real, real es ser honesto. Bailar honesto con uno mismo, es como mejor se baila. Y cuando me confundo me río de mí mismo, y me río por dentro y por fuera, según qué obra, ¿no? Porque cada obra requiere un punto y te metes. Luego según cada obra o cada baile la siento como una atmósfera. A lo mejor se usan las mismas coreografías, pero hechas con otra atmósfera que se ve de otra manera.

—Comentó que «Fla.co.men» es una especie de bisagra, de gozne entre el pasado y el futuro. ¿Lo ve así, como una frontera entre lo de antes y lo que vendrá?

—Es una obra que no la veo yo pensada. Es una obra para mí como que ha venido demasiado rápida, y me ha cogido entre medias. Es como una cosa que todavía no estaba, y cuando la hago me doy cuenta de que no soy el que era, pero sé que tampoco quiero ser como el que baila en ese momento.

—¿Como un tránsito?

—Es un momento que no sé cómo llamarlo, por eso es como una bisagra.

—También ha dicho que estaba no sé si cansado de hacer solos, de bailar solo. En «Fla.co.men» está muy presente eso, porque hay muchas colaboraciones, e incluso a veces se sienta a ver lo que hacen los otros. ¿Hay como esa necesidad de compartir, o también el deseo de bailar solo sigue vivo?

—Sigue vivo. Tengo un solo que es sin música y me gusta mucho hacerlo. Pero si tengo que hacer algo nuevo, veo que de momento he roto, no sé qué nuevo puedo decir yo solo. Por eso necesito compartirlo con gente, necesito que me ayuden. A mí todo lo nuevo me gusta porque me ha hecho bien. Es como cuando te enamoras. Te das cuenta de que ya no lo estás, no de uno mismo. A mí me gusta seguir bailando solo, pero si tengo que hacer una cosa nueva ahora mismo solo no. Y no quiero crear una compañía y ser yo el bailarín principal.

—¿Le da miedo la muerte?

—La verdad es que como he vivido con un pensamiento que nunca me imaginé que iba a vivir con 42 años... No sé por qué.

—¿Creía que iba a acabar antes?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por tema religioso, y por temas de otro tipo. Nunca me imaginé yo casado, con hijos, siguiendo mi vida de otra manera. La verdad estoy en un momento ahora que casi si me muero creo que he vivido. Seguro que me han faltado mucho. Lo que yo pienso, aunque me han quedado muchas cosas por vivir, incluso con el baile, que te quita mucho, pero te da vida. Pero de todas maneras como vivimos tan poco seguro que todas las personas a ver quién es el que dice que ha vivido mejor que otro. Pero ahora mismo todo lo que venga es como un regalo.

—¿Qué es el silencio para usted?

—Yo lo reconozco más musicalmente. El silencio personal es como la soledad. Lo que dicen, que cuando no hay nada el que está en soledad se conoce más a sí mismo. Aparte de eso, de la soledad de leer un libro, o de estar solo recordando, el silencio lo veo como una parte de la música, una parte de la danza. El silencio es, por decir una frase bonita, es como el génesis de lo nuevo.

—Pero no le da miedo. ¿Está a gusto a veces en silencio y en soledad consigo mismo?

—Sí, yo cuando tengo miedo tengo miedo, y tengo a mi amigo que baila, que soy yo. A mí me da miedo conocerme a mí mismo, y como me conozca a mí mismo a ver lo que sale como persona. Son cosas que se descubren con la edad. Yo creo que todas las personas que hacemos arte tenemos una suerte, que te puedes ir o sentir otra cosa, cuando la ves y cuando la haces. El arte a mí me ha dado sufrimiento, me ha dado dinero, y me da la posibilidad de quitarme miedos.

—¿Y le da la posibilidad de utilizar el dolor para convertirlo en algo distinto?

—Muchas de las obras que he hecho hablaban de la muerte. El hecho de bailar dentro un féretro puede ser como renacer.

—¿Qué clase de comunión sintió con Kafka? Cuando lo descubrió, ¿qué pasó dentro de usted?

—Venía de hacer «Los zapatos rojos», y compré el libro y yo me creía que era un chaval joven, porque lo veía como de ciencia ficción. Yo no leo muchos libros, pero mi amigo Pedro G. Romero me dijo que «La metamorfosis» es un libro muy bueno, Franz Kafka es un gran escritor. Yo la verdad es que lo leí muy rápido porque me sentí identificado como bicho raro. Venía de hacer «Los zapatos rojos» y todo el mundo decía: «¡Que raro!». Se me habían quedado cosas marcadas en el baile. Igual que el butoh me abrió el pecho, de «Los zapatos rojos» se me quedó otra forma de bailar. Yo no soy bailaor que cambio de coreografía, sino que las coreografías me cambian a mí. Yo ya no podría hacer «La metamorfosis». No es por fuerza, sino porque ya no me sale. El cuerpo se me va cambiando con la mente. Me sentí identificado, y

Yo ya no podría hacer «La metamorfosis», ya no me sale

era la época de ver qué se puede hacer con el flamenco, quiero llegar más lejos. La verdad es que al final me convertí todavía en más raro, en más bicho, hice una visualización de los bailaores que me parecían insectos, Mario Maya era la mantis religiosa, otra tal, otro tal... Ahí me di cuenta del flamenco, de lo diverso que es, porque son muy raros, y hay bichos muy raros. Era muy lógico, porque estaba en búsqueda de cambiar y cambiar y «La metamorfosis» era transformación.

—¿Cuáles son los desiertos por los que ha pasado?

—El desierto era como búsqueda y desierto porque no bailaba, porque no me llamaban mucho, porque en los festivales flamencos decían que era danza y en los festivales de danza decían que era flamenco. Era como una búsqueda, de buscarme yo. Es como una guerra que tiene uno con uno mismo, y era como que el cuerpo estaba luchando, peleando, como un cóctel que se estaba preparando. Cuando yo me sentí bien el público me veía mejor. Yo creo que el desierto era porque yo no me sentía todavía bien, y la gente no me miraba bien.

—La última, y nos vamos, que perdemos el tren. ¿Quién es Israel Galván?

—[Se lo piensa] Bueno pues ahora mismo el que está hablando ahora aquí. No sé. Lo que ha pasado, tengo recuerdo de cosas. Una cosa para mí que no sé. El tiempo es un extra y ahora mismo soy una persona que baila. Una persona que baila. Creo que con mi baile me ayudo yo y ayudo a la gente, ¿no? Ayudo a mi familia, y la verdad que no sé. Simplemente eso. [Se ríe].

Ver los comentarios