Maeztu, pronunciando, en enero de 1936, un discurso durante la inauguración de la Academia de Ampliación Cultural
Maeztu, pronunciando, en enero de 1936, un discurso durante la inauguración de la Academia de Ampliación Cultural - abc
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Maeztu y Pradera frente a la República

Fueron, a través de la revista «Acción Española», dos pilares del pensamiento tradicionalista español

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El 15 de diciembre de 1931, se publicaba el primer número de «Acción Española», una revista que iba a ser referencia indispensable del pensamiento contrarrevolucionario a lo largo de la República. Si entre sus jóvenes valores se encontraba el autor de sus más incisivos editoriales, Eugenio Vegas Latapie, las colaboraciones de mayor densidad ideológica correspondieron a dos personajes que habían ido trenzando su trayectoria política desde el comienzo del siglo. La participación de Ramiro de Maeztu y Víctor Pradera en la revista sirvió para consolidar, en años de poderosa movilización intelectual de todas las tendencias, los cimientos de un pensamiento político tradicional español. A ambos les vinculaba una idea de España más allá de su lealtad al alfonsismo o al carlismo.

A ambos les resultaba obvio que la derecha solo podría enfrentarse a la República mediante la reivindicación de una ideología propia, un sistema de principios bien articulado que desmontara las acusaciones de insolvencia teórica de la contrarrevolución.

«Acción Española» era, para Maeztu y Pradera, el espacio de elaboración doctrinal que había de preceder a los esfuerzos organizativos de la derecha más intransigente, adversaria decidida del posibilismo de Gil Robles. El nuevo régimen ni iba a admitir ni merecía un proceso de negociación de valores esenciales como los de la civilización cristiana y la españolidad. Que se les arrebatase su vida en los primeros meses de la Guerra Civil fue, para ellos y sus partidarios, demostración de la barbarie que habían anunciado. Para nosotros, significa también la prueba de una tragedia nacional, que sacrificó sus mejores hombres y canceló las posibilidades de una convivencia de quienes pensaban de forma distinta, pero siempre al servicio de España.

Catolicismo

La nación, pensaban Maeztu y Pradera, no podía existir al margen de las tradiciones que habían inspirado su conciencia y proyección histórica. Sobre todas ellas se encontraba el catolicismo reafirmado en Trento, que había liberado a España de la revolución y la decadencia moral de Occidente, traídas por el protestantismo y exacerbadas por la modernidad liberal y el socialismo. En el primer número de «Acción Española», Maeztu publicó un hermoso artículo, que luego formaría parte de su Defensa de la Hispanidad, uno de los textos más vigorosos y olvidados del pensamiento español del siglo XX. Allí confesaba la razón última de su implicación en la política: el peligro de asfixia de la idea y la existencia de España. La encina de la tradición española estaba siendo ahogada por la yedra de la modernidad extranjera. Había que hacer frente a lo que cabía llamar -decía Maeztu -«sin propósito de ofensa contra nadie»- la Antiespaña.

Más que un proyecto político, la revolución era una alteración del ser de España; algo exótico, ajeno a las creencias que la constituyeron en nación y la empujaron a una empresa universal. España logró revitalizar un cristianismo que agonizaba en las convulsiones del siglo XVI y que, gracias a las armas y las letras patrias, recuperó su ímpetu en la difusión del mensaje de Cristo: la unidad moral del género humano. España podía ofrecer a la tarea de salvación de Occidente el rigor de su pensamiento tradicional, que volvía a seducir a centenares de pensadores, conscientes de las falacias del liberalismo y asustados ante la descomposición cultural con que la ética protestante y el ateísmo amenazaban Europa: «Nos proponemos mostrar a los españoles educados, que el sentido de la cultura de los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón», anotaba en las últimas líneas de aquel artículo memorable.

Gran pensador carlista

En las páginas de «Acción Española» también habría de exponer el ideario tradicionalista Víctor Pradera, ya convertido en el mayor pensador carlista del siglo XX, tras la desaparición de Vázquez de Mella. Su esfuerzo fue, como el de Maeztu, de adaptación doctrinal de un pensamiento a una idea de nación que permitiera la convivencia en el marco de una estructura de valores permanente. La libertad personal patrocinada por el catolicismo, la justicia social exigida por las Encíclicas y la participación del pueblo en un sistema de representación tradicional componían el elenco tradicionalista. Por el contrario todos los «falsos dogmas» de la Ilustración, todos los mitos liberales no eran sino despojos de una idea errónea del hombre y de un concepto equivocado y decadente de la sociedad. El resultado del liberalismo era, paradójicamente, la carencia de libertad del pueblo. El resultado del Estado parlamentario era la ausencia de la representación nacional. El resultado del nacionalismo era la pérdida de un vigoroso regionalismo, germen de una España diversa. Todo aquello que Chesterton consideraba innovador en su Ortodoxia, Pradera pensaba no era más que la adecuada inserción de lo reciente en lo eterno, de lo actual en la tradición. «Hemos descubierto que el nuevo Estado no es otro que el Estado español de los Reyes Católicos.» No en su forma externa, desde luego, pero sí en los valores que empujaron a España hacia una misión universal.

Solo un mes separó la muerte, ante el pelotón de fusilamiento, de estos dos altos pensadores de la España tradicionalista. Pradera, en el San Sebastián de septiembre de 1936, sin que los dirigentes del PNV un partido que se llamaba católico acudieran a salvarlo. Maeztu, en el Madrid de octubre, fusilado junto a Ledesma Ramos en el cementerio de Aravaca. La intransigencia doctrinal a la que se entrega la propia vida es algo muy distinto a la intolerancia: es el sacrificio más radical por una idea. Su acierto o su error pueden y deben discutirse. El precio pagado en su defensa, sin embargo, es la prueba más clara de su valor.

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