José María Gil Robles durante un mitin en 1934
José María Gil Robles durante un mitin en 1934 - abc

Gil Robles y la paz aún posible

El político salmantino se puso a la cabeza de la derecha católica dispuesta a colaborar con la República

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«Ni como ciudadano ni como católico creo que sea lícito emplear la violencia frente al poder constituido; para todo aquello que significara violencia o rebeldía contra un régimen que, por ser hoy de todos los españoles, todos debemos respetar, tendría siempre una voz leal de condenación y de protesta». En agosto de 1931, el jurista José María Gil Robles, nacido en una familia tradicionalista y formado en las propuestas más creativas del catolicismo social, se convertía en caudillo de la derecha católica dispuesta a colaborar con el régimen republicano. Sin haber cumplido aún los treinta y tres años, el abogado salmantino era ya el mejor portavoz e intérprete de Ángel Herrera Oria, líder de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), cuyas prudentes posiciones políticas se desplegaban diariamente en «El Debate».

Agrupados en Acción Nacional, los católicos españoles respetaban cualquier forma de gobierno que permitiera actuar en defensa de la religión, la familia, el orden, el trabajo y la propiedad, los principios que mantenían vigentes las grandes conquistas de una civilización de veinte siglos. En contra de lo que pudieran pretender los sectores más intransigentes del alfonsismo o del carlismo, Acción Nacional, rebautizada por imperativo de la ley como Acción Popular, fue afirmando la necesidad de adecuar la acción política a la protección de esos valores, incluso aunque la propia Monarquía, a la que se sentían vinculados la mayor parte de los católicos sociales españoles, quedara subordinada a aquellos.

Luchador por la paz

Fue precisamente la enérgica defensa realizada por Gil Robles de la legalidad vigente y de la lucha por revisar la constitución de 1931 desde la propia lógica jurídica del régimen republicano lo que provocó mayores desencuentros en la derecha española, pero lo que también abrió una puerta a la alianza de las clases medias urbanas y rurales, plasmada entre 1933 y 1935 en los acuerdos políticos con el lerrouxismo. Frente a la legislación sectaria de la República, que no solo amenazaba los derechos de los ciudadanos católicos españoles, sino que identificaba torpemente el régimen y la nación con las posiciones de la coalición de azañistas y socialistas, Gil Robles enarboló, hasta que resultó inútil hacerlo, la posibilidad de la paz.

Exigió Gil Robles que la conciliación entre culturas políticas diferenciadas se pusiera al mayor servicio de España. No reivindicó privilegio alguno. Le bastó con intentar convencer a los enterradores de la Monarquía de que ninguna nación podía sobrevivir si arrojaba fuera del marco jurídico a los disidentes con opiniones respetables y respetuosas. En su actitud, algunos pretendieron ver una miserable entrega de millones de votos católicos a la estéril brega en la legalidad de la lucha parlamentaria. Otros consideraron su paciente esfuerzo de acatamiento institucional una cobarde y miope cancelación de convicciones del conjunto de la derecha española.

Pocas personas habrán sufrido más injusta desautorización que la padecida por quien merece haber pasado a nuestra dolorosa historia reciente como una figura singular por su inteligencia y brillantez estratégica; cualidades que le empujaron a organizar en pocos meses una poderosa coalición de fuerzas de la derecha, capaz de enfrentarse al empeño de monopolización del nuevo régimen por la izquierda. Pocos talentos han sido tan desaprovechados como el que permitió a Gil Robles constituir un área donde, al proclamar la legitimidad de los principios del catolicismo social, se protegiera también la necesaria pluralidad y convivencia de los españoles.

En la discusión del proyecto de ley de defensa de la República, y saliendo al paso de un sectarismo que solo amenazaba a quienes criticaban la labor gubernamental desde la derecha, Gil Robles afirmó: «¡Qué más querríais vosotros que nos saliéramos del terreno legal! Pero como nos colocamos dentro de la ley, somos atropellados por quien no sabe cumplirla. Con arbitrariedad o sin ella, actuaremos dentro de la ley, para recoger una opinión que ya estáis vosotros perdiendo, porque habéis dado un mentís a todo lo que significaban vuestras promesas...»

En efecto, año y medio más tarde, el voto de los españoles exigió la rectificación republicana. Pero la clara orientación del sufragio en favor de una nueva mayoría parlamentaria no contentó a quienes despreciaban la democracia por principio ni a quienes solo la defendían como procedimiento. Ni la extrema derecha se sintió satisfecha por la lealtad de Gil Robles a unos votantes que expresaban su deseo de mantenerse en la legalidad, ni la izquierda estuvo dispuesta a convivir con una República que no se identificara decididamente con quienes se arrogaban ser los exclusivos depositarios de la soberanía nacional.

Testigos del desastre

Si ese fue el drama de la España que se encaminaba hacia la Guerra Civil, fue también la tragedia de uno de los políticos más valiosos de aquellas jornadas que parecían llamadas a encauzar la regeneración nacional y acabaron en testigos del desastre. Aquellas Cortes «conocieron una selección de hombres de capacidad intelectual máxima, cuyos nombres han figurado y figurarán en la primera fila de nuestros grandes valores», escribió Gil Robles en el epílogo a la edición de sus discursos parlamentarios, en 1970.

No se refería el líder de la derecha católica a los que encarnan hoy, en la mitología republicana, la herencia de aquel tiempo, sino a quienes la dinámica sectaria del régimen marginó en sus respectivos espacios de representación de una España diversa. La idea de España inspirada en el regeneracionismo y el respeto a una tradición de la que no podía borrarse el legado católico; la idea de España asentada en un regionalismo integrador; la idea de España impulsora del sindicalismo libre y el reformismo social. Tales fueron las propuestas que hacían posible la paz. Que la hacían posible y necesaria, cuando la nación pareció encontrar en sí misma, en un elenco de hombres consagrados al servicio público, la ambición de asegurar a todos los españoles la justa, difícil y merecida libertad.

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