punto de fuga

El silencio de Serrat

¿Qué opina Joan Manuel Serrat del «prusés»? ¿Alguien lo sabe? Ningún mutismo puede ser hoy inocente en Cataluña. Ninguno. Y menos el suyo

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¿Qué opina Joan Manuel Serrat del “prusés”? ¿Alguien lo sabe? Cuentan de la noche que se congelaron las cataratas del Niágara que los habitantes de las inmediaciones se despertaron aterrados; por primera vez en sus vidas, habían escuchado el sonido del silencio. Una sensación pareja a la que experimento yo estos días con ese mutismo súbito de, entre otros artistas de esos que en tiempos se decían comprometidos, el tan locuaz Serrat. Llevan la vida toda opinando de lo humano y lo divino, desde los arcanos más complejos de la política económica a los entresijos más abstrusos de las relaciones internacionales. De todo han sentado pública cátedra en el foro. Hasta que llegó el “prusés" y, ¡ay!, se nos quedaron muditos de repente.

Pero muditos, muditos. Muditos de no decir ni mu, vaya. Es sabido, una opinión deviene hegemónica cuando las otras, las de los disidentes, se eclipsan entre las brumas. Por eso ningún mutismo puede ser hoy inocente en Cataluña. Ninguno. Y menos el suyo. Ya lo observó Tocqueville cuando la Revolución Francesa: "Temiendo más la soledad que el error, [los contrarios a la Revolución] declaraban compartir las opiniones de la mayoría”.

Aquí y ahora, callar es mentir. Es avalar esa falacia piadosa que rige en todo orden democrático, a saber, la que presume que la opinión pública se forma merced al juicio crítico de unos ciudadanos autónomos, informados y responsables. Una fantasía adanista que cualquier estudiante de zoología podría refutar de un plumazo. Porque la triste verdad de la condición humana resulta ser muy otra. El valor de una hormiga, los zoólogos lo saben, crece de modo proporcional al número de sus iguales que la acompañan, pero disminuye en idéntica medida cuando se va quedando sola. Y la evidencia empírica del último cuarto de siglo en Cataluña acredita que el valor moral del ciudadano común no resulta ser muy distinto al de una hormiga común. De ahí que todas las voces públicas vengan obligadas a pronunciarse. ¡Hablad, muditos!

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