Tribuna

Encuentro de civilizaciones

PROFESOR Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Con su redondo cuerpo envuelto en finas gasas y delicados corsés, llegó, ni se sabe cuándo, esta prima donna culinaria desde las remotas tierras de Asia, entre raudales de lágrimas y con ganada ostentación, además, de prestigio farmacéutico. Madre del vigor guerrero de legionarios y gladiadores, la cebolla se hizo dueña en Roma de las cocinas principales sin mostrar, al mismo tiempo, reparo ninguno a la hora de desterrar el hambre de las mesas más humildes de un lado otro de tan vasto Imperio. Más tarde, para honrarla, algunos pueblos incluso la glorificaron dándoles su forma a las cúpulas de las iglesias.

Nívea metáfora dental, con idéntica raíz geográfica que su anterior y lejana pariente, el ajo guarda, bajo su frágil camisa, cuerpo pequeño de un sabor picante que proclama sus poderes no sólo antibacterianos sino también, según popular creencia, contra el decaimiento ocasional de la libido. Consolidado su prestigio durante las antiguas dinastías faraónicas a lo largo de las feraces riberas del Nilo, nunca faltó en el zurrón de los soldados, marinos y comerciantes por las tierras de Europa y, llegado el momento, transmitió su fuerte aliento a los conquistadores españoles que fueron a esparcir semillas de locura en el Nuevo Continente.

En idéntico periplo milenario por tierra y mar, desde su India natal a las Indias virginales, también aquellos buscadores de sueños llevaron en su morral el pepino. Verrugoso pellejo de reptil vegetal o fruto transmutado de los fondos marinos, el sikuos de los griegos estuvo siempre presente en los platos de Tiberio, si hemos de creer al más viejo de los Plinios. Las regiones andinas nos ofrecieron a cambio el xtomatl, nombre impronunciable de aquel «fruto con ombligo» preincaico que los españoles llamamos tomate, y luego otros pomodoro y, rizando el rizo poético, hasta Manzana de Amor. Sangrante corazón, quizás por primera vez retratado en La cocina de los ángeles de Murillo, le atribuían los indígenas poderes adivinatorios a todo aquel que presenciara la ingestión de sus semillas.

Los aztecas, desde aquella otra parte del mundo, aportaron el ají, denominación taíno antillana del xilli, al que aquí acabaríamos conociendo como pimiento. Verde cornucopia con inagotable tesoro de pepitas en su interior, desde su llegada a Europa se convirtió en ansiado sambenito de sartenes y marmitas. Fruto del árbol para los griegos sagrado y símbolo también para estos de la vida civilizada, la amarga esmeralda ha estado destilando desde tiempos inmemoriales su dorado jugo. Necesario alimento durante milenios de las lámparas y siempre presente en los tocadores y los oficios religiosos, el aceite, ensartado su hilo milagroso en el pico curvo de las aceiteras, enhebra con el suyo la babel de sabores de los platos.

Moneda egipcia para el pago de jornales, regalo de bienvenida entre los eslavos, sustento de legionarios en la insaciable expansión del Imperio, elemento sagrado de los judíos en los ritos milenarios de la Pascua o cuerpo del propio Dios para los cristianos, desde los tiempos prehistóricos el milagro del pan se ha producido a diario entre los hombres. Ácimo o salado, con la blancura inmaculada del alma del trigo o la oscura de la cebada y el centeno, el pan nuestro. Fruto de la lenta corrupción química del vino, condimento indispensable de numerosas recetas conservadas en De re coquinaria, libro de cocina de aquel rico Apicio contemporáneo también de Tiberio que acabó arruinado por su desmedidos caprichos gastronómicos, el vinagre aporta a nuestras ensaladas su ácida fragancia y la intensa fortaleza de un espíritu madurado por el sol en los pámpanos.

Diminuto diamante en bruto que nos conecta con nuestro origen marino, su extracción, comercio y control ha colocado a la sal, a todo lo largo de nuestra Historia, en las encrucijadas de grandes conflictos económicos, guerras y revoluciones. Así, al tiempo que despertaba el sabor de nuestros platos, abría nueva rutas comerciales entre los más distantes pueblos, daba nombre al salario que movía a las legiones y hasta ofrecía argumentos a los diferentes movimientos sociales que llevaron a los revolucionarios franceses a abolir el impuesto que pesaba sobre ella, a encauzar hacia sus centros de explotación la codicia de los conquistadores españoles y al mismo Gandhi a promover aquella Marcha por la Sal que acabaría a la larga en la independencia de la India.

Combinados todos estos elementos en las distintas proporciones que aconsejen los gustos personales, o supliendo con la abundancia de uno la ocasional carencia de otro, los andaluces ya le habíamos ofrecido a la humanidad el gazpacho mucho antes de que nuestro ambicioso proyecto de expansión entre los hombres quedara plasmado en la letra de un himno. Suprema expresión de uno de esos milagros estéticos que produce el arte gastronómico, nuestro gazpacho ocupa un lugar central en las mesas, sobre todo en estos días tórridos de verano, con su promesa de frescor y su intenso rojo alimenticio.

Si los hombres fuésemos capaces de instaurar entre nosotros esta misma capacidad de entendimiento de los propios alimentos que tomamos, si nuestra alma común pudiera sortear con mayor inteligencia los escollos culturales que nos separan y contemplara su gran meta en la armoniosa mezcla de lo diverso, llegaríamos a sentarnos sin recelos en una misma mesa y, sin necesidad de conocernos, compartir gustosos un buen cuenco de gazpacho.