Editorial

Penalizar el despilfarro

Gastar más de lo presupuestado no implica necesariamente el delito de falsedad contable

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El ministro Cristóbal Montoro anunció ayer que el Gobierno piensa introducir a través de la Ley de Transparencia un nuevo tipo penal que sancione la actuación de aquellos responsables institucionales que incurran en un gasto superior al contemplado en los presupuestos de la administración correspondiente. La relevancia de la iniciativa hubiese precisado una exposición más pormenorizada y jurídicamente más rigurosa. De lo contrario, la declaración del titular de Hacienda corre el riesgo de sumarse a la serie de pronunciamientos que han reclamado o prometido disciplinar la gestión financiera de las autonomías y de los ayuntamientos sin que se conozca el grado de maduración de las medidas apuntadas. El ministro interpreta que quien compromete un gasto superior al presupuestado para el ejercicio, haciendo que la institución se adeude frente a facturas que no pueda abonar, falsea la contabilidad pública. La franca impunidad en la que se mueven los responsables políticos cuando incrementan el gasto institucional por encima del dinero realmente disponible, a la espera de que sean otros -sus sucesores o instancias superiores- quienes se hagan cargo de la deuda resulta indignante. Tal proceder podría llevar aparejado el delito de falsedad contable si un determinado administrador público logra torcer la voluntad de los funcionarios encargados de la intervención hasta consignar como inexistentes los compromisos de pago adquiridos por la institución sobre servicios prestados por proveedores. Es a lo que se refiere el ministro Montoro al denunciar la existencia de facturas que se guardan en el cajón. Pero ni estas implicarían necesariamente la comisión de un delito penal, a no ser que se demostrara un deliberado ocultamiento contable, ni la generalización de las deudas a proveedores ya contraídas podría atajarse mediante la penalización, a partir de ahora, de tales prácticas. El reproche moral que merecen estas debería si acaso sustanciarse jurídicamente en una fórmula específica que permitiera la inhabilitación del condenado para ocupar cargos públicos cuando su conducta sea pertinaz y cause un perjuicio grave e irreversible a los ciudadanos.